“Las madres no tendrían que morirse nunca”. Se lo dijo a Luis un compañero, a modo de condolencia, al saber que la suya había fallecido por COVID. La frase, aunque contraria paradójicamente a la “ley de vida”, tiene todo el sentido para aquel que haya pasado por ese mal trago que nunca se olvida y que hace temblar la voz al verbalizarlo, al nombrarla. Y este año son muchas las madres que han muerto cuando no tocaba, aunque nunca debiera tocar. Habrá una historia detrás de cada uno de los más de 5.000 fallecimientos en Andalucía por la enfermedad que está marcando ahora nuestras vidas, pero nos detenemos en los relatos de dos personas, amigas, que ahora tendrán una cosa más que compartir, por muy dolorosa que sea: la muerte de su madre. Por coronavirus, el mismo día, el pasado 27 de octubre.
Luis Serrano y Paco Germán Jiménez se conocen desde hace mucho. El primero es fotógrafo y su alegría imparable solo se desmorona por Whatsapp. “Disfruta, hijo mío” es la frase que más recuerda de Carmen. El segundo es profesor y aún tiene que pararse en la conversación cuando rememora los difíciles momentos que han rodeado el fallecimiento de Amalia por culpa del “maldito virus” que a los dos les ha arrebatado a su madre. Difíciles, más que nunca, porque han sido muertes en soledad, sin caricias de despedida, sin compañía. “Y eso no lo pudo tener. Mamá, tú no te mereces esto”, recuerda Germán que pensaba en aquellos interminables cuatro días que pasó en un pueblo de Granada desde la última mirada hasta el esperado final. Los mismos cuatro días que vivió Luis en Sevilla mientras llegaba la hora más amarga. Carmina (95 años) y Amalina (88) se iban solas, solamente acompañadas de todos sus recuerdos.
La cifra de fallecimientos que las administraciones nos ofrecen a diario supone una trágica cotidianeidad que no debe pasarse por alto porque igual número de dramáticas historias se esconden detrás de cada número. No hay que descuidar las medidas de seguridad, por nosotros y por los demás, para no hacer engordar el dato diario. “No da igual que vayan cinco o seis personas al entierro de tu madre a que vayan muchos. No es lo mismo”, apunta Luis, que se enorgullece de tantas personas que han sentido el fallecimiento de Carmen y que han querido estar junto a la familia. Sin abrazos entre los hermanos, con otras formas, con otros gestos. “Frialdad”, resume. Los ritos y convencionalismos resultan necesarios en momentos de fragilidad, parece. El duelo, la misa, todo está cambiado en tiempos del coronavirus, pero puede que no queramos que cambien algunas cosas si asoma la debilidad. Los protocolos COVID no saben de protocolos de despedida.
Amalia sufría Alzheimer desde hacía doce años, cuenta Germán, y se le agudizó a raíz de la pandemia. Él viajaba cada fin de semana a Brácana, perteneciente al municipio granadino de Íllora. El final de su vida estaba cerca, pero uno nunca está preparado para esa pérdida. La “tortura” del poder haber hecho algo más, aunque fuera imposible, o de poder haber dicho algo más, aunque se hubiera podido haber dicho mucho antes, es común en estas situaciones. Por eso las madres no deberían irse nunca. La sedación, el final tan lento, tan triste, que con la COVID también se convierte en un final solitario. Es la macabra aportación del virus a la muerte, sobre todo entre nuestros mayores, que tanto nos han acompañado durante su vida.
“Generosa y cariñosa”; el “verso libre”
Madre de siete hijos, trece nietos y cinco bisnietos, Carmen transmitió a Luis su vitalidad y alegría por las cosas, la misma que él impregna los demás en cada encuentro. Vinieron a su entierro sus nietos desde Cáceres, desde Girona, desde Barcelona, “porque a todos los tenía siempre entusiasmados”. “Generosa y cariñosa, esa era mi madre, a la que cada día echo de menos. El cumplir años no te hace más fuerte ante la orfandad”. Luis, que ha cumplido 59 este 28 de diciembre, es el pequeño de los hermanos y, como Germán, siente el vacío de haber perdido ya a sus dos progenitores, aunque sus muertes, por muchas cosas, no han sido iguales y también, por qué no decirlo, porque las madres no deberían morirse nunca.
Hasta la COVID, podían ir a casa de sus “padres”, porque así se llama al hogar donde se crece aunque falte uno. Pero ahora ya no. Ahora hay que vaciarla de recuerdos, como en la foto, aportada por Luis. En Brácana, Germán recuerda aquellos días de “adiós por la ventana” desde la placeta como si el pueblo estuviera en guerra. “No cayó ninguna bomba pero lo parecía”. Amalia, el “verso libre”, se había estado yendo poco a poco del pequeño pueblo por culpa del Alzheimer, cuya única alegría era que, con la demencia, “las penas no eran tan grandes”. Germán, segundo de cinco hermanos e impotente como ellos a la degeneración progresiva, asegura rotundo que su madre era “la más querida del pueblo”. Sensible aún al contacto, a la caricia, no pudo beneficiarse de eso en sus últimos días.
Pertenecientes a otra generación, Carmen y Amalia fueron “el pilar” de sus casas, aunque pareciera otra cosa. No ejercieron, pero ejercieron de madres y de todo lo demás, en un segundo plano seguramente intencionado, sabedoras de la fuerza y del cariño que solo una madre sabe aportar, comentan los dos amigos. “La gente ya no se arregla para ir al teatro, Luis”, se escudaba Carmen. Transmisoras de la experiencia, siempre con la familia por bandera, “una inteligencia natural, eclipsada muchas veces, adaptada a cada circunstancia”, apunta Luis de su progenitora. Para Germán, como su amigo, no poder acercarse a ella cuando los médicos dijeron que tenía Covid fue la puntilla a una muerte que nunca debiera producirse, aunque tocara. “Vivimos de espaldas a la muerte”, comenta Luis, pese a que a ellos, a sus madres, les trató de forma diferente, sin despedida, sin agarrarse de una mano. Así de cruel es la COVID, esa enfermedad que nos rodea y que, a ellos, como a tantos otros, les ha quitado lo que más querían. Porque las madres no tendrían que morirse nunca.