La adolescencia se caracteriza por ser una etapa vital de cambios físicos, psíquicos y sociales en la que la persona está en búsqueda de una identidad, se empieza a cuestionar la realidad que la rodea, proyecta sus sueños hacia la adultez y en la que emerge la esperanza de un futuro prometedor. Puesto que todos hemos vivido este proceso en primera persona –y algunos incluso lo recodamos con cariño-, nos suele resultar fácil comprender este momento de transición hacia la adultez: de alguna manera, la naturaleza nos predispone a sentir empatía hacia este grupo de edad.
Sin embargo, hay un grupo de chavales adolescentes a los que se les niega esta relación de empatía: los chicos conocidos comúnmente como MENAs (Menores Extranjeros No Acompañados). La distancia afectiva hacia ellos puede explicarse, por un lado, por el gran desconocimiento que existe de su realidad y, por otro, por el relato social que estigmatiza a la población migrante y, muy especialmente, a la comunidad musulmana. De hecho, esta falta de empatía -que se convierte fácilmente en puro racismo- se alimenta constantemente a través de bulos y rumores que los criminalizan, asociándolos a la delincuencia y a la violencia.
Por suerte, la mayoría de la sociedad andaluza es consciente de que estos menores se encuentran en la misma etapa vital que los adolescentes autóctonos; que tienen los mismos sueños, ambiciones o inseguridades que los jóvenes españoles y que sueñan con una vida adulta próspera en la que puedan conseguir un trabajo, ser autónomos y sentirse libres. La diferencia fundamental tiene que ver, en la mayoría de los casos, con su trayectoria vital, ya que ellos y ellas experimentan, ya a muy temprana edad, circunstancias que los marcarán por siempre: haberse jugado la vida en una patera o en los bajos de un camión, llegar a un lugar en el que apenas pueden hacerse entender, convivir con un gran número de chicos (en algunos casos tienen incluso que convivir en un mismo espacio con 100 chicos más), sentir el estrés de la incertidumbre sobre su futuro inmediato, y, al mismo tiempo, sufrir por las carencias afectivas al verse solos, anhelando el cariño de unos padres y hermanos que no saben cuándo volverán a ver y a los que, además, en muchas ocasiones sienten la obligación moral de ayudar económicamente. Y como guinda, cuando se acerca su 18º cumpleaños normalmente reciben como único regalo el quedarse en la calle y sin recursos.
Pese al alto costo personal que suponía, decidieron –de forma más o menos meditada- arriesgar sus vidas y aventurarse a probar suerte en un país más próspero, movidos por una rebeldía adaptativa que los empujó a cuestionar el futuro al que parecían condenados en su lugar de origen, marcado por una pobreza que se recrudece, pocas perspectivas laborales, falta de servicios y un largo etcétera. Una cruda realidad a la que, aunque a algunos se les olvide, contribuimos a través de empresas que contratan por una miseria en los países emisores de inmigración o a través de grandes pesqueros que están acabando con las reservas de pesca frente a las costas africanas.
Cuando llegan deben ser tratados como cualquier otra persona menor de edad, y ello no sólo por principios éticos, sino también por ley, ya que existe una amplia legislación internacional y nacional que así lo dictamina en un Estado de Derecho. Pero, lamentablemente, este trato igualitario no siempre se produce, y es por ello que las entidades sociales nos vemos en la obligación de reivindicar sus derechos. Así, desde Andalucía Acoge hemos elaborado un informe partiendo de nuestro trabajo diario, en el que alertamos sobre la vulneración de derechos que están sufriendo menores en nuestro territorio y lanzamos algunas propuestas para que se mejore su atención. Consideramos que es necesario introducir numerosas mejoras en la atención a este colectivo, puesto que hemos detectado graves carencias en la correcta identificación de la minoría de edad, en el acceso a una tutela efectiva, en la tramitación de la autorización de residencia y trabajo, en la adaptación de los recursos residenciales al modelo familiar (que debe primarse frente a otros recursos residenciales, incluyendo atención psicológica), en la urgente necesidad de crear un mayor número de plazas para jóvenes extutelados o en el papel activo que deberían ejercer las administraciones para combatir los discursos de odio que estigmatizan y criminalizan a estos adolescentes.
Esperamos con ello que las administraciones públicas responsables asuman su labor y mejoren el acceso a los derechos que tienen los menores migrantes que llegan solos a nuestro país por el hecho de ser niños, niñas y adolescentes. Es sin duda una gran inversión a medio plazo, ya que desde nuestro trabajo constatamos diariamente que cualquier chico al que se le dedica tiempo y recursos puede salir adelante y convertirse en un activo importante de nuestra sociedad.
Juan Manuel Ramos Espejo, educador social de Andalucía Acoge
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