- Los fascistas ejecutaron a 424 personas en Utrera y el llamamiento para la “recogida de ADN” ha desbordado las previsiones con más de 30 familias
Abrir una fosa común del franquismo no es tarea sencilla. A veces faltan referencias de la localización o la tumba ha sido expoliada. Por eso, cuando aparecen testimonios orales fiables pueden aportar datos valiosos. Algo así ha ocurrido en Utrera (Sevilla), donde esta memoria íntima ha custodiado la existencia de enterramientos colectivos para recuperar ya 21 víctimas de la violencia rebelde.
El pueblo sevillano ha vivido además una jornada “histórica”. El llamamiento del Ayuntamiento local para la “recogida de ADN” que ayude a identificar los cadáveres exhumados ha superado las previsiones, con más de 30 familias de desaparecidos forzados para sumar muestras genéticas e incluso fotografías, documentos e información como aporte a la compleja tarea de poner nombre y apellidos a los restos óseos.
La búsqueda de esta fosa partió de la constancia “verbal” de que había hasta tres tumbas ilegales en el cementerio de Utrera. Para encontrar huesos con evidencias de muerte violenta, sin embargo, transcurrió más de año y medio con numerosas catas arqueológicas infructuosas. Hasta que aparecieron. Y los testimonios orales demostraron que habían guardado la memoria última de las víctimas.
“Desbordados” al “perder el miedo”
“Se la llevaron y ya no apareció más”. La expresión define el drama de las víctimas del franquismo: la imposibilidad de cerrar el duelo, de aparcar el dolor y dar paso al recuerdo. Es una frase repetida por todos los descendientes de quienes un día fueron asesinados, en Andalucía, por orden de los militares golpistas Francisco Franco y Gonzalo Queipo de Llano.
Utrera sumó 424 ejecutados por los rebeldes a balazos, cerca de alguna cuneta de las carreteras que conectan el municipio. Otros perdieron la vida a base de torturas y castigo físico extremo. Tal nivel alcanzó la masacre en un pueblo sin guerra que al término de la contienda se impuso el silencio. El olvido, tan solo roto en ocasiones por conversaciones en voz baja.
“Pero hemos pegado el zapatazo en el suelo y ya no hay miedo en Utrera”, cuenta María Dolores Valle Núñez, Maruchi, presidenta de la ARMH utrerana y nieta de un ejecutado: José Valle González. Porque el día, y la respuesta al llamamiento para la toma de muestras genéticas, “nos ha superado”, confiesa sonriente. En el colectivo empezaron “cuatro o cinco familias”, dice, “y hoy hemos superado las 30”.
“Estamos desbordados, no esperábamos una respuesta así, que es algo inédito que pase de este modo, no han parado de venir familiares y los que siguen avisando de que van a llegar”, informa la directora arqueológica de un equipo compuesto íntegramente por mujeres, Inmaculada Carrasco.
La búsqueda de la fosa fue compleja porque a pesar de la insistencia testimonial, no aparecían evidencias. “La razón es que ha habido una destrucción de las fosas, por los usos habituales de los cementerios y quizás por otras razones”, admite. De ahí que, de las 424 víctimas del terror franquista en Utrera hayan sido localizadas y exhumadas un total de 21. Sin posibilidad además de continuar con más prospecciones en el recinto “porque hemos levantado todos los puntos donde nos habían señalado”, confirma.
El silencio vivido
“Yo vengo de Madrid para la muestra de ADN”, avisa Consolación Barroso. Llega cargada con un libro sobre la historia familiar y otro de poemas que ha dedicado a la memoria de su tío, José Barroso Rodríguez (unos 30 años en 1936), muerto a tiros en el pueblo sevillano. “Mi padre, Manuel, vio cómo lo fusilaban”, sostiene. Decidió seguir a la comitiva asesina “hasta que vio cómo mataban a su hermano”.
Luego, entre lágrimas y después de leer un poema, recuerda las palabras de su padre cuando preguntaba por la tragedia: “no hables de ese tema, no preguntes que perdemos todos”. Y una anécdota definitoria: “yo seguía insistiendo y un día me dieron una caja que estaba escondida casi 70 años, y cuando la abrí aparecieron estas tres fotos de mi tío [las muestra a cámara], que es lo único que tenemos de él”.
Porque a todos se los llevaron un día “y ya no lo vimos más”, arranca Manuela Díaz. A ella los fascistas le mataron a su abuelo, Antonio Morón Carrión (59 años). “Los que fueron a por él eran conocidos de la familia”, advierte. Dijeron “no os preocupéis que vamos a hacerle unas preguntas y ya está”. Y no fue así. “Lo peor es el silencio vivido”, dice.
Incluso hay quienes en el proceso memorialista han encontrado afinidades genéticas. Como Enrique García y Francisco Nieto, que buscan a dos hermanos porque son nieto y bisnieto respectivamente de Enrique y Antonio García Lozano.
Pero para llegar a este punto de éxito en las búsquedas de fosas comunes, las dificultades y obstáculos son a veces insalvables. El paso del tiempo ha ido suprimiendo los posibles testigos de unos crímenes enterrados bajo tierra por más de ocho décadas. La memoria colectiva, además, fue mutilada por 40 años de dictadura, alimentada por el miedo, la represión y el silencio impuesto.
Y, por si fuera poco, los delitos encontraron un soporte definitivo en la premeditada escasez documental que no era más que otra forma de ocultar los sucesos. Por eso, a veces, los testimonios orales demuestran que son faros y custodios de los que murieron asesinados en las fosas del franquismo.