El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
En todos los rankings, y en concreto en el de la Organización Mundial de la Salud, la sanidad española aparece como una de las mejores del mundo, a pesar de que el gasto sanitario público no es de los más altos ni en porcentaje del PIB ni en gasto per cápita. Sin embargo, la valoración de la ciudadanía de nuestro Sistema Público Sanitario ha ido empeorando en los últimos años. Las listas de espera -que rondan el año en algunas especialidades-, la crisis económica o el afán privatizador de algunos gobiernos autonómicos han sido algunas de las causas. Pero la calidad del sistema no sólo depende de los recursos destinados o de la organización del mismo, la atención al paciente es un factor a tener muy en cuenta.
La mayoría de las personas nos sentimos inquietos cuando vamos al médico. Entramos en un mundo desconocido, necesitamos cierta empatía, recibir una información comprensible pero no paternalista, sentir –la percepción es fundamental a la hora de valorar un servicio- que realmente le importas al profesional que tienes enfrente, que no eres sólo un número. Ésta es, en algunos casos, una asignatura pendiente.
En ocasiones, aunque afortunadamente poco frecuentes, la relación del personal sanitario con los enfermos no es la correcta. Ya entiendo que en determinados momentos está sometido a demasiada presión, por falta de efectivos o por la incorrecta organización de los servicios, pero en ningún caso debe ningunear al enfermo ni hacerle responsable de las deficiencias. Porque no lo es.
Recientemente he vivido un episodio que entra claramente en esa incorrecta relación ente facultativo y paciente. Ante una ciática, prolongada durante cerca de tres meses, y tras la realización de las pruebas pertinentes, la explicación de la profesional es que con la edad se produce un deterioro físico -como sucede con la aparición de manchas o arrugas en la piel- y que la degeneración de las lumbares es “el precio de andar a dos patas en lugar de a cuatro”. No se informa del tipo de deterioro que ha podido motivar dicho episodio, cuando en las pruebas realizadas aparecen posibles causas concretas para las que hay intervenciones que pueden mejorar la calidad de vida.
Se recomienda hacer ejercicio (sin especificar cuál), tener una buena higiene postural (no se indica en qué consiste), no coger pesos y tomar calmantes cuando sea necesario.
Cuando, derivado por una doctora, voy a la unidad de rehabilitación de columna y me dicen que mi presencia en esa consulta -algo que no he solicitado- no es adecuada porque no estoy en una situación crítica, no llevo al menos doce semanas tomando opiáceos, empiezo a pensar en qué bucle me he metido, ¿realmente estoy en una consulta de rehabilitación o en un universo paralelo que se rige por criterios desconocidos? Para terminar, me dicen que ése no es el lugar para informar de los resultados de las pruebas hechas, que debe ser medicina de familia quien lo haga.
Es evidente que con el paso de los años el ser humano experimenta un deterioro físico, pero las consultas médicas no están para informar de este hecho al paciente, algo obvio, sino para proponer algna alternativa concreta que resuelva el problema o mejore su calidad de vida.
Existen enfermedades debidas al deterioro producido por la edad (parkinson, alzheimer, problemas de caderas, rodillas…) para las que la medicina tiene alternativas que, al menos, mejoran el estado del enfermo y/o retrasan el proceso degenerativo. Está claro que no todas las enfermedades entran dentro de esta casuística, pero el enfermo tiene derecho, si es así, a saber por qué su caso es una excepción.
Hay quien compara el cuerpo humano con una máquina. No sé si es acertada la comparación, pero el personal sanitario no puede olvidar que somos personas, no puede comportarse como si fuesen mecánicos.
Acertar con el diagnóstico y el tratamiento apropiado es condición necesaria pero no es suficiente, la sanidad de calidad requiere también un trato personalizado con el paciente, explicando las causas concretas de su dolencia y las posibles alternativas para mejorar su situación. Los responsables, a los distintos niveles, de los servicios sanitarios deben velar porque esto sea así.
Reitero que es una minoría de sanitarios quienes tienen un trato inadecuado con los enfermos, pero es un factor de peso que, junto con las listas de espera, déficit de personal…, contribuyen a deteriorar la imagen de la sanidad. La creciente opción de los seguros privados, en aquellas familias que se lo pueden permitir, muestra desconfianza en el sistema y es una carga de profundidad para el futuro de la Sanidad Pública. Algo que, antes o después, pagaremos la mayoría de la ciudadanía, incluido el personal sanitario.
En todos los rankings, y en concreto en el de la Organización Mundial de la Salud, la sanidad española aparece como una de las mejores del mundo, a pesar de que el gasto sanitario público no es de los más altos ni en porcentaje del PIB ni en gasto per cápita. Sin embargo, la valoración de la ciudadanía de nuestro Sistema Público Sanitario ha ido empeorando en los últimos años. Las listas de espera -que rondan el año en algunas especialidades-, la crisis económica o el afán privatizador de algunos gobiernos autonómicos han sido algunas de las causas. Pero la calidad del sistema no sólo depende de los recursos destinados o de la organización del mismo, la atención al paciente es un factor a tener muy en cuenta.
La mayoría de las personas nos sentimos inquietos cuando vamos al médico. Entramos en un mundo desconocido, necesitamos cierta empatía, recibir una información comprensible pero no paternalista, sentir –la percepción es fundamental a la hora de valorar un servicio- que realmente le importas al profesional que tienes enfrente, que no eres sólo un número. Ésta es, en algunos casos, una asignatura pendiente.