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El interesantísimo programa de Jordi Évole ¡Viva la clase media! emitido el pasado día 22 nos hacía reflexionar sobre la pérdida de la conciencia de clase y sus causas. El relato que se daba en el programa responsabilizaba de esta circunstancia a la creación de subjetividad que los ideólogos del neoliberalismo, a través de los medios de comunicación de masas, han generado. Su objetivo sería consolidar una sociedad de individuos que compiten entre sí, para que así, despojados estos de herramientas colectivas, se pudiera imponer un nuevo modelo social.
Lo que no aportó el programa es, una vez que tal modelo se ha impuesto, qué capacidad tenemos de darle de nuevo la vuelta a la tortilla. La única opción que parece intuirse se refiere a un retorno a la constitución de esa conciencia de clase pero, ¿es esto posible ahora en los mismos términos que antes?
En un momento del programa, Évole nos traslada a uno de los escenarios del cambio del modelo productivo: los astilleros de Asturias. En las localizaciones de la película Los lunes al sol, se nos ilustra acerca del papel que ha jugado el sindicalismo de concertación en la desmovilización y desactivación de los espacios de trabajo como lugar de luchas. En la cinta de Fernando León, Santa, el protagonista, es preguntado sobre el motivo por el cual no busca trabajo como hacen sus ex-compañeros, a lo que él responde que no puede tener otro trabajo, que él es soldador del naval y ya no hay soldadores del naval.
Posiblemente, esta es una de las claves. A Santa su trabajo, el remunerado, claro está, lo definía, le daba identidad. Esto es precisamente lo que ha cambiado. Preguntando a los empleados de una gran superficie o un call-center te dirán: “soy ingeniera, soy vegano, soy de Huesca o soy del Barça”, pero posiblemente ni los más veteranos habrán dicho jamás la frase “soy cajero” o “soy teleoperadora”. Lo que se utiliza es la fórmula “trabajo de”. No hay identificación con el trabajo realizado, sólo es lo que hago para subsistir, no lo que soy.
Si nos fijamos en los últimos conflictos sindicales con alguna presencia en los medios, éstos siempre se producen en espacios laborales más parecidos al astillero de Santa, como las plantas de Coca-cola o Panrico, por ejemplo. Se refieren a la resistencia del antiguo modelo productivo, mientras que, en el resto de espacios laborales, más disgregados, con mayor rotación y menores jornadas, la precarización avanza casi en silencio. Sin embargo, son estos últimos los trabajos que la mayoría de la masa laboral desempeña.
Al contrario de lo que pudiera parecer, las dificultades para utilizar este entorno laboral como lugar para el empoderamiento colectivo son mayores cada día. En parte esto se debe a que la capacidad de estos trabajadores para asumir riesgos es menor, ya que no pueden permitirse perder el empleo en el contexto de desprotección social en que se encuentran.
En todo caso, éste no es el único motivo. Gran parte del problema (o al menos de la novedad) se encuentra en que el trabajo remunerado nos parece, cada vez más, algo que hacemos un ratito al día, pero lo que somos es algo que se sustancia y ocurre fuera de él. Como si vendiéramos nuestros cuerpos y mentes por ese tiempo, como si no fuéramos nosotros los que estamos allí. Está claro que no nos interesa volver a ser como Santa y definirnos por lo que hacemos para subsistir, de modo que, por lo tanto, el tipo de conciencia de clase que movilizaba a trabajadores como Santa quizá ya no nos sirve.
Si lo que nos importa está fuera del centro de trabajo, es lógico que la construcción de movimientos de masa que intenten cambiar el sistema también lo esté, pero ¿una vez constituidos cómo se introducen y se expanden en el ámbito laboral?
Se da el hecho de que personas críticas con el sistema y muy activas en movimientos como las mareas o la P.A.H., al entrar a trabajar, no se molestan en luchar por sus derechos laborales, convirtiéndose en empleados dóciles, pensando sólo en acabar su jornada sin problemas y salir a luchar en otros espacios. La idea de temporalidad del trabajo y la esperanza de que pronto encontremos uno en el que nos sintamos mejor permite aguantarlo todo, pero lo que suele pasar es más bien que simplemente se cambia de un empleo a otro con peores condiciones.
¿Qué podemos hacer para saltar este muro que separa el sindicalismo social del entorno laboral? No creo que podamos permitirnos el lujo de abandonar ese terreno en el que habitamos tanto tiempo si queremos construir un movimiento lo suficientemente fuerte que tumbe al sistema.
Pato Pérez
El interesantísimo programa de Jordi Évole ¡Viva la clase media! emitido el pasado día 22 nos hacía reflexionar sobre la pérdida de la conciencia de clase y sus causas. El relato que se daba en el programa responsabilizaba de esta circunstancia a la creación de subjetividad que los ideólogos del neoliberalismo, a través de los medios de comunicación de masas, han generado. Su objetivo sería consolidar una sociedad de individuos que compiten entre sí, para que así, despojados estos de herramientas colectivas, se pudiera imponer un nuevo modelo social.
Lo que no aportó el programa es, una vez que tal modelo se ha impuesto, qué capacidad tenemos de darle de nuevo la vuelta a la tortilla. La única opción que parece intuirse se refiere a un retorno a la constitución de esa conciencia de clase pero, ¿es esto posible ahora en los mismos términos que antes?