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Turquía sufrió un intento de golpe de Estado hace apenas diez días, un golpe que fue relativamente inocuo, rápidamente desmantelado y, a día de hoy, reivindicado por nadie. Podemos leerlo sin mucho esfuerzo como el intento de golpe de Estado más desganado hasta la fecha, se trató de un proceso casi performativo, con unos cuantos tanques y soldados se pasearon por Estambul, mientras su presidente llamaba a clamar por la democracia en las redes sociales.
Si, a ojos de la Historia, este levantamiento lo podemos ver como un numerito, lo que ha ocurrido tras él sí que nos recuerda a los horrores y temores de los tradicionales golpes de Estado. Numerosas fuentes están informando del giro de los acontecimientos tras el 15 de julio: Amnistía Internacional asegura que hay pruebas de los abusos y torturas que se están llevando a cabo y con ella numerosas ONGs piden que se lleven observadores internacionales para asegurar el respeto de los Derechos Humanos de los más de 10.000 detenidos que han visto aumentado su período de detención provisional de 4 a 30 días.
Desde luego, como demócratas, condenamos sin matices cualquier golpe de estado contra un gobierno democráticamente elegido pero por ello, también, hemos de condenar la deriva autoritaria del gobierno de Erdogan que, sin ambages, es el autentico golpe de Estado turco. Con la excusa del levantamiento militar se ha puesto en marcha una limpieza política digna de totalitarismos con 13.165 detenidos, de los cuales 123 son generales, 2.101 jueces y fiscales y 1.485 policías (según las declaraciones del propio Erdogan). A esto sumamos las cifras que van llegando desde otras organizaciones como Human Right Watch en las que se registran las muertes de más de 100 civiles y la destitución de profesores y maestros.
Esta deriva no es nueva en los despachos del gobierno turco. Desde 2014, momento en el que Erdogan es reelegido como presidente, éste ha intentado instaurar un sistema presidencialista en el que se le atribuyan funciones ejecutivas de las que carece, incluyendo aquellas que facilitan el desmantelamiento del estado de derecho. Incluso su gobierno está pidiendo restaurar la pena de muerte (que se abolió en 2004 para preparar su entrada en Europa) en aras de aplicarla de manera oficial y legal a los insurrectos.
Ante este panorama las reacciones que se han sucedido van más allá de columnas de opinión como la que se están leyendo en los países europeos (ya que la prensa turca está en pleno y exitoso proceso de purga), pues el pasado domingo el mayor partido político de la oposición -los socialdemócratas CHP- convocó una manifestación a la que asistieron miles de personas que llenaron la simbólica plaza de Taksim. Se trata de la primera manifestación de la oposición autorizada por el gobierno turco desde hace tres años y, en ella, se evitó evidenciar cualquier división ideológica con el partido islamista en las pancartas y carteles, por lo que tampoco supone el golpe de aire fresco que nos gustaría ver en estos momentos. El presidente turco en esta ocasión está usando la oposición para apoyar la purga de la Administración contra los seguidores de la cofradía de Fetulá Gülen, principales sospechosos del golpe y antiguos socios de su partido, dejándonos claro que tanto la democracia como las herramientas de esta, en este caso las manifestaciones, son utilizadas y permitidas dependiendo de su pertinencia para alcanzar los objetivos políticos del presidente, hoy, tomar el control de las fuerzas armadas y hacerse con los todos los estamentos del poder, ahora, sin su tradicional división.
Frente a esto nos cuestionamos cual es y cuál debe ser el papel de la UE en el conflicto. Por un lado se trata de un país que ha entrado en nuestra órbita económica y política y que pretendemos incluir en el sueño europeo de la democracia y la libertad. Por otra lado, gran parte de los actos a favor de su integración son claramente contrarios a los valores fundacionales de la organización a la que, supuestamente, quieren unirse. Y, sí, me estoy refiriendo al “acuerdo de la vergüenza” en que usamos a Turquía como barrera a la entrada de refugiados a cambio de 3.000 millones de euros.
Por todo esto, no es de extrañar que Erdogan se atreva a desafiar así a la normativa europea y toda su legitimidad, ya que la postura actual de la UE es errática y violenta permitiendo y alentando la vulneración de los Derechos Humanos cuando le es oportuno y defendiéndolos sobre el papel cuando no supone ningún sacrificio. Por nuestra parte, sólo queda reclamar una auténtica política exterior europea seria, que trabaje en la resolución de conflictos y apoye a las fuerzas democráticas en todo el orbe sin intermisiones militares ni intervenciones autoritarias.
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