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La manipulación del PP con los funcionarios

Susana Sumelzo Jordán / Susana Sumelzo Jordán

Diputada por Zaragoza en el Congreso de los Diputados —

Lo que en otras circunstancias podría haberse entendido como el justo reconocimiento que un Gobierno dispensa a la labor desempeñada por los profesionales del sector público, pierde todo el sentido cuando se repasa lo que ha sucedido en esta Legislatura y cuando se es consciente de la forma y el momento en que se ha producido.

A comienzos de 2012 el Gobierno emprendió una campaña de extraordinaria dureza contra los empleados públicos. Después de que el anterior Gobierno socialista pagara en las urnas la reducción del 5% en los salarios de los empleados públicos, el Gobierno del Partido Popular les redujo sus retribuciones un 7% en 2012, mediante la supresión de la paga extraordinaria de diciembre de ese año, y les congeló el salario cada año de la Legislatura. También empeoró sin justificación alguna sus condiciones laborales con un incremento unilateral de la jornada de trabajo y la reducción de los permisos a los que tenían derecho. Eliminó la interlocución y negociación con los representantes de los empleados públicos y recortó las prestaciones sanitarias que recibían. Limitó su movilidad y su carrera profesional, redujo a la mitad la formación continua que recibían y estableció un régimen de bajas laborales más restrictivo que el vigente en el sector privado. Y, lo que es aún peor, los descalificó, insinuando que eran un colectivo de vagos y privilegiados.

Estas decisiones se produjeron al mismo tiempo que se suprimían más de 200.000 trabajadores públicos, 30.000 de ellos en el sector sanitario y 45.000 en el educativo, pero que ha afectado a todos los servicios públicos esenciales: a la justicia, a la investigación, a la lucha contra el fraude fiscal y laboral, al control presupuestario, etc.

Los problemas de España ni estaban ni están en los empleados públicos. Según datos de la OCDE, sólo 17 de cada 100 trabajadores españoles prestan servicios en el sector público, lejos de los 20 de Francia, los 23 de Gran Bretaña o los más de 30 de los países nórdicos. Nuestro volumen de empleo público sólo es superior, entre los países europeos, al de Portugal y Turquía.

España necesita a los empleados públicos porque sin ellos no hay servicios que funcionen, ni Estado de Bienestar posible. Hay que exigirles resultados, pero sin escatimarles derechos.

Y sobre todo hay que dejar de utilizarlos como mero objeto de mercadeo electoral. Son ellos, y sólo ellos, los que le han puesto rostro humano al sufrimiento provocado por los recortes. Son ellos los que tienen que decirles a los ciudadanos que tardarán seis meses en operarse, que no hay becas para sus hijos o que ya no hay subsidios ni ayudas. También son ellos, los funcionarios de Hacienda, los que ven cómo no pueden perseguir el fraude fiscal por falta de medios o los policías que tienen que aplicar una Ley de seguridad ciudadana que devuelve a España a tiempos pre democráticos.

El respeto que merecen los empleados públicos es incompatible con la manipulación electoral a la que están siendo sometidos. El comportamiento político adecuado hacia nuestra función pública no se encuentra en el cinismo de los manuales de campaña, sino en la reivindicación de su dignidad, la admiración de su vocación pública y el reconocimiento sincero a su trabajo y dedicación al servicio de los ciudadanos.

 

Lo que en otras circunstancias podría haberse entendido como el justo reconocimiento que un Gobierno dispensa a la labor desempeñada por los profesionales del sector público, pierde todo el sentido cuando se repasa lo que ha sucedido en esta Legislatura y cuando se es consciente de la forma y el momento en que se ha producido.

A comienzos de 2012 el Gobierno emprendió una campaña de extraordinaria dureza contra los empleados públicos. Después de que el anterior Gobierno socialista pagara en las urnas la reducción del 5% en los salarios de los empleados públicos, el Gobierno del Partido Popular les redujo sus retribuciones un 7% en 2012, mediante la supresión de la paga extraordinaria de diciembre de ese año, y les congeló el salario cada año de la Legislatura. También empeoró sin justificación alguna sus condiciones laborales con un incremento unilateral de la jornada de trabajo y la reducción de los permisos a los que tenían derecho. Eliminó la interlocución y negociación con los representantes de los empleados públicos y recortó las prestaciones sanitarias que recibían. Limitó su movilidad y su carrera profesional, redujo a la mitad la formación continua que recibían y estableció un régimen de bajas laborales más restrictivo que el vigente en el sector privado. Y, lo que es aún peor, los descalificó, insinuando que eran un colectivo de vagos y privilegiados.