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El éxito de las candidaturas de confluencia ciudadana nos pone frente a todo un conjunto de desafíos que es necesario abordar de manera urgente. El asalto a las instituciones locales de gobierno, en la medida en que ya se ha realizado parcialmente, nos obliga a tomar en serio la pregunta acerca de qué sea eso que muchos han dado en llamar “nueva política”, y que, obviamente, es sólo el último avatar de un ciclo de luchas más largo.
Si queremos abordar con un mínimo de rigor eso que llamamos “nueva política” no debemos reducirla a sus eslóganes ni a sus momentos más espectaculares. No puede quedar analíticamente limitada a un mero cambio en el tono de las declaraciones, ni a la sumisión de los cargos a férreos códigos éticos, ni siquiera a la implementación de mecanismos que aseguren la trasparencia en las cuentas o en la toma de decisiones públicas. La nueva política, si por algo puede definirse, es por ser algo más que el simple maquillaje de la vieja. De hecho, la nueva política es, precisamente, eso que en la política actual escapa a las viejas modalidades de hacer política: respecto de la política actual es, digamos, su parte de novedad. Pero, justo por eso, muy difícilmente puede ser definida la nueva política. Al menos de manera definitiva. Porque la nueva política es precisamente eso que está justo ahora por descubrir, eso que hemos, sólo muy parcialmente, comenzado a entrever, empezado a construir.
La nueva política es algo que habrá que decidir colectivamente, a través tanto de debates como de prácticas efectivas. Y las recetas precocinadas son una de esas cosas de las que parece necesario prescindir. Con todo, conocemos ya algunos de los ingredientes, como la transparencia, el control ciudadano o el blindaje de los derechos sociales; pero aún queda mucho por investigar. La nueva política está todavía por inventar. ¿Nos conformaremos con una política que simplemente se distinga de la vieja por ser más participada y efectiva, por impedir la corrupción o gestionar mejor la cosa pública? ¿O, cuando decimos “nueva política” queremos decir algo más, señalar un cambio más profundo en los modos de gobernabilidad.
En 1979, el filósofo francés Michel Foucault, en el que se ha demostrado uno de los análisis no solo más interesantes sino, también, más precoces del neoliberalismo, ponía de relieve cómo el liberalismo había sido capaz de generar unas formas de gobernabilidad propias, formas que, posteriormente, habría desarrollado el neoliberalismo. Frente a la constatación de la existencia de una racionalidad de gobierno liberal, Foucault señalaba cómo el socialismo se había demostrado a lo largo de su historia incapaz de crear una racionalidad de gobierno propia y alternativa. De un modo escasamente velado convocaba a indagar en la posibilidad de diseñar una nueva racionalidad de gobierno, una gobernabilidad distinta de la neoliberal. Tal parece ser una de las tareas fundamentales que nos exige la actualidad.
La nueva política parece ir en esa línea. Apunta a una transformación radical en los modos de gobierno, hasta el punto de que la noción misma de “gobierno” viene a significar algo totalmente diferente a lo que, primero la tradición liberal y, más tarde, la propuesta neoliberal, han ofertado. Con una peculiaridad: frente a las propuestas que se oponen al neoliberalismo exigiendo retornar a formas de gestión previa como, por ejemplo, el estado de bienestar; la nueva política se sabe al interior del marco neoliberal, y que de él no se escapa sino profundizándolo, acelerándolo, atravesándolo hasta salir al otro lado.
Si la teoría neoliberal se caracteriza por concebir al individuo ya no como trabajador sino como empresario de sí mismo y emprendedor, no ya como fuerza de trabajo sino como capital humano en competición por las plusvalías; la gobernabilidad que ha empezado a expresarse como nueva política no busca reivindicar los modelos superados del trabajo asalariado. Trata, más bien, de construir un nuevo marco. En éste, el individuo bien puede aparecer como creador relativamente autónomo de valor. La diferencia respecto de la hipótesis del capital humano estriba en que la relación entre individuos no será ya de competición sino de cooperación, dando lugar a unas lógicas en las que, en lugar de primar la acumulación privada de los beneficios, rige la distribución equilibrada y el enriquecimiento de lo común.
En lo que se refiere a las diferentes propuestas de gobernabilidad, quizá una de las claves se encuentre en los distintos modelos de ciudad que se impulsan, bien desde el neoliberalismo, bien desde eso que hemos dado en llamar nueva política. Frente a las Smart-Cities neoliberales, organizadas en torno a la extracción del valor generado por una producción cognitiva externalizada, pero también frente a la Ciudades-Marca, especializadas en sectores productivos con el fin de competir con el resto de ciudades a la hora de atraer las inversiones del capital financiero; la nueva política parece jugar con un modelo diferente de ciudad que algunos han dado en llamar Democratic-Cities. Estas ciudades democráticas se caracterizarían por reconocer el carácter productivo de la cooperación social de sus habitantes, sin reducir a estos últimos ni al modelo de la antigua clase obrera ni a un cognitariado fuertemente precarizado y dependiente de los circuitos financieros. La riqueza aparece aquí, al contrario, como efecto de la articulación de múltiples niveles productivos que encontrarían su base en las labores de reproducción de la vida de la propia ciudad. Los individuos no serían capitales en competición los unos con los otros, sino fragmentos articulados de la potencia productiva común. Frente a la presunción de un mercado que con sus leyes, que el Estado asegura, organizaría la libre competencia, los individuos de la ciudad democrática resultan ser agentes activos de la gestión de la producción social colaborativa.
La apuesta por la renta básica universal responde a este modelo de ciudad en el que se reconoce que todos los ciudadanos, con y sin papeles, colaboran en función de sus capacidades en la producción y reproducción de la vida en común; y que, por lo tanto, han de ser justamente retribuidos en función de sus necesidades. Junto a esta apuesta, la promoción de una institucionalidad que escape tanto a las lógicas de lo privado como a las de lo público, entendiendo aquí lo público como un monopolio en manos del sector restringido de personas que compone el Estado, apunta hacia una democratización radical de la gestión de los recursos y servicios que tiende a devolver a todos la gestión de los medios necesarios para la reproducción de la vida de todos. El asalto institucional que se ha promovido desde la nueva política consiste, precisamente, en eso: en, a través de un proceso de democratización radical de las instituciones públicas, devolver al común lo que del común procede.