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Cada uno puede hacer lo que quiera

Han pasado cuarenta y dos años. El cadáver del entonces presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, apareció acribillado un 9 de mayo de 1978 en el maletero de un R-4 en la Vía Caetani de Roma, en un lugar equidistante de las sedes de los dos grandes partidos italianos: la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.

55 días antes lo habían secuestrado las Brigadas Rojas cuando se dirigía a la sesión de investidura de Giulio Andreotti que iba a formar su cuarto gobierno gracias al apoyo parlamentario de los comunistas de Enrico Berlinguer.

Era la época del eurocomunismo, del compromiso histórico y del distanciamiento del dogma soviético. Era la época de la guerra fría y un acuerdo de este tipo sin precedentes en las democracias occidentales cuestionaba la política de bloques y el equilibrio del sur de Europa.

Como el de Kennedy, nunca se aclaró el asesinato del presidente de la Democracia Cristiana aunque circularon versiones en las que se mezclaban las Brigadas Rojas, la Mafia calabresa, logias masónicas y servicios secretos.

Lo que es indiscutible es que aquel asesinato en el país santo y seña del catolicismo abortó un posible gobierno de democratacristianos y eurocomunistas, partidos que desaparecerían posteriormente, también el Partido Socialista, en el torbellino de la política italiana.

Hace menos de un año, Tsipras, que había gobernado Grecia durante una legislatura al frente de una coalición a la izquierda de la socialdemocracia, fue derrotado por el candidato conservador, Mitsotakis.

El líder de Syriza había conseguido enderezar las cuentas públicas tras verse forzado a dar la espalda a su programa, a la mayoría de los electores que habían dicho no en referéndum al plan de austeridad que le impuso sin compasión alguna la “troika”, y pasar por el aro de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional (FMI) con un elevadísimo coste social y de sufrimiento para los más débiles.

En distintos momentos históricos y contextos, son dos ejemplos que evidencian las dificultades de las izquierdas, los partidos verdes son caso aparte, para gobernar en las democracias occidentales.

El escritor y articulista Julio Llamazares consideraba hace unos días en “El País” que en España hay resistencia a aceptar los resultados del sistema democrático y la alternancia de poder.

Déficit democrático que atribuía a cierta derecha española y a algún partido independentista. También se podría incluir en la relación, esto es de mi cosecha, a ciertas elites políticas, económicas y de grupos de comunicación, que no aceptan un Gobierno de socialistas con Unidas Podemos apoyado parlamentariamente en acuerdos con partidos independentistas: el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y Esquerra Republicana de Cataluña (ERC).

Un Gobierno -hay que recordarlo- que está en minoría parlamentaria pero que hace poco más de cien días fue la única alternativa a seguir instalados en la inestabilidad política, en las inacabables convocatorias electorales y, como opinaba Llamazares, en el impulso autodestructivo y en el odio cainita. Al escritor leonés le costaba entender cómo los que tanto aman a España odian a la mitad de los españoles.

Esa polarización extrema que lejos de remitir ha ido a más durante la pandemia está llamando la atención de medios de comunicación internacionales. The Guardian subtitulaba ayer mismo en portada una información sobre España firmada por Sam Jones: “mientras que los políticos en otros países buscan el consenso, los adversarios usan el virus como un garrote en España”.

La pandemia mundial de la Covid-19, una catástrofe histórica impredecible, sin compasión, de las que bruscamente nos cambian las vidas como lo fueron la caída del Muro de Berlín o el ataque a las Torres Gemelas, le ha venido como anillo al dedo al Partido Popular de Casado para desatar, al comienzo de la legislatura, una operación de acoso y derribo del Gobierno en la que el periodista y profesor Aurelio Medel ha visto similitudes estratégicas con los atentados del 11-M en Madrid que, inesperadamente, dieron la victoria electoral a Zapatero en 2004.

Casado, en el debate para prorrogar el estado de alarma del pasado 10 de abril, comenzó su intervención diciendo: “los españoles se merecen un gobierno que no les mienta”.

La misma afirmación que hizo en 2004 el entonces director de campaña electoral del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, dirigida al Ejecutivo de José María Aznar que nunca reconoció la autoría islamista de los atentados de Madrid. Tampoco el PP.

En esta operación de desgaste del Gobierno, que tomó posesión a mediados de enero, Medel también veía los guiones de la Faes en la que están Aznar, Acebes, Zaplana y Mayor Oreja, y la vuelta a la primera línea de la asesoría política de Miguel Ángel Rodríguez, coordinador de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y Alfredo Timermans, asesor de la portavoz del PP en el Congreso, Cayetana Álvarez de Toledo.

Un paréntesis para la recurrente conexión con Teruel en los tiempos de la España despoblada. Tanto Miguel Ángel Rodríguez como Isabel Díaz Ayuso habían sido colaboradores de Radio Calamocha, una emisora de la comarca turolense del Jiloca, una circunstancia, con viaje incluido en las Navidades de 2018 para conocer directamente esa emisora comarcal y ser entrevistados, que influyó posteriormente en el fichaje del primero por la segunda tras ser elegida presidenta.

El jurista Javier Pérez Royo afirmaba hace unos días en un artículo en el diario.es que desde que Aznar concurrió por primera vez a la presidencia, la derecha española no ha aceptado el triunfo electoral de la izquierda.

La secuencia bien documentada del catedrático de Derecho Constitucional cuenta con impugnaciones en circunscripciones electorales en 1989, con acusaciones infundadas de fraude electoral en 1993 verbalizadas por Javier Arenas y Alberto Ruiz-Gallardón, con la deslegitimación de Felipe González en la época de un grupo de presión periodístico al que se llegó a denominar el “sindicato del crimen”, ¡Váyase, señor González!, y con duras campañas contra el presidente Zapatero.

El guion de la Faes, siempre mirando por el retrovisor a Vox, está centrado en frenar el crecimiento y recuperar votantes de la formación de Abascal sin dar un respiro a Sánchez.

Ni un respiro al presidente, al que le ha podido faltar empatía y cintura política, y sobrado unilateralidad, ni a los acuerdos que reclaman una rotunda mayoría de los españoles en las encuestas.

El equipo de Casado se está volcando en aprovechar la catástrofe de la Covid-19 para erosionar un Gobierno en minoría de socialistas y Unidas Podemos apoyado entre otros por partidos independentistas con los que, paradójicamente, podría coincidir el PP hoy si se abstiene o vota en contra de una nueva prórroga del estado de alarma.

A diferencia del 11-M, no parece que vaya a haber elecciones dentro de tres días, Aznar tiene un pasado y es una pandemia mundial de la que todos somos víctimas, sin pasar por alto los fallos de prevención, gestión, comunicación y unilateralidad.

El voto del PP en la prórroga de hoy del estado de alarma evoca a aquella expresión de Aznar en Valladolid cuando el 3 de mayo de 2007 recibió la medalla de honor de la Academia del vino de Castilla y León: “¿Y quién te ha dicho que quiero que conduzcas por mí?”.

El expresidente ironizaba así con el “No podemos conducir por ti” de una campaña de la Dirección General de Tráfico. “¿Quién te ha dicho a ti las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber, déjame que las beba tranquilamente mientras no ponga en riesgo a nadie, ni haga daño a los demás?”.

Unas expresiones, en un acto de exaltación del vino, que se pueden interpretar como que cada uno puede hacer lo que quiera.

Algún cualificado analista político conjetura que la grave situación económica y social, y la presión de la Unión Europea, puedan llegar a forzar el cambio de un gobierno de coalición por un gobierno monocolor socialista que se apoyaría en unas y otras fuerzas parlamentarias para sacar adelante el país. Con protagonismo especial para el principal partido de la oposición. Pero esa ya es otra historia.

Han pasado cuarenta y dos años. El cadáver del entonces presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, apareció acribillado un 9 de mayo de 1978 en el maletero de un R-4 en la Vía Caetani de Roma, en un lugar equidistante de las sedes de los dos grandes partidos italianos: la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.

55 días antes lo habían secuestrado las Brigadas Rojas cuando se dirigía a la sesión de investidura de Giulio Andreotti que iba a formar su cuarto gobierno gracias al apoyo parlamentario de los comunistas de Enrico Berlinguer.