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Ante el cariz de los acontecimientos, el Gobernador Civil amplió las fuerzas con unidades militares y la llegada de guardias de Asalto de otras capitales. Dos carros de combate comenzaron a vigilar el centro. No podían tolerarse enfrentamientos en el corazón político y mercantil de la ciudad. Desde las azoteas del paseo Independencia y Coso, grupos anarquistas “paqueaban” (onomatopeya del disparo del máuser) a las tropas cobijadas en portales y porches. Tejados y terrazas se poblaron de reflectantes que barrían la noche de Zaragoza.
Al amparo de la declaración del Estado de Alarma, el gobernador civil Elviro Ordiales dictó sendos bandos donde se sometía a censura previa cualquier tipo de impresión, periódicos incluidos; se prohibían las reuniones públicas y la formación de grupos en las calles que permanecerían sin circulación entre las dos y las seis de la mañana. Las huelgas deberían ser comunicadas con varios días de antelación.
No podemos olvidar como trasfondo de estos sucesos la huelga decretada por la CNT, que paralizó el transporte y abastecimiento de la ciudad. Las medidas del Ordiales dejaban clara la dimensión de clase del conflicto: “En el día de mañana, deberán entrar al trabajo todos los obreros (…) de no hacerlo así clausuraré todos los centros obreros (…) y las directivas desterradas”
Además de multar a los comercios que no abrieran y retirar licencias de taxi a quien no prestase servicio, las informaciones de Heraldo de Aragón tras conversación telefónica con el Gobernador, apuntan más allá: “si hoy no entran al trabajo (…) los obreros quedan despedidos” (12 de diciembre de 1933).
Y efectivamente, hubo sanciones. El entonces conocido bar Miami, situado en el Coso esquina con la hoy calle de Amar y Borbón fue clausurado y su dueño multado por negarse los camareros a servir consumición a la tropa. Idéntico castigo por la misma razón sufrió el bar Collados, en la calle de Ponzano. La propietaria de Drogas Alfonso fue sancionada con 5.000 pesetas por la venta de gran número de hachas sin denunciarlo a la autoridad. De manera indirecta se presionaba a los patronos para que actuaran contra sus empleados.
Estas medidas ejemplares satisfacían al gran empresariado zaragozano. El presidente de la patronal de la construcción, Cándido Castillo, remitió un telegrama al Gobierno felicitándole por su “enérgica actuación” (La Voz de Aragón, 12 diciembre 1933) La Bolsa celebraba el “alza general de fondos públicos la acertada labor del Gobierno” (Heraldo de Aragón, 14 diciembre 1933)
La presión policial fue dando sus frutos. En la calle Conde de Aranda número 55, el buscado anarquista José Logroño Larios fue detenido el 13 de diciembre junto a otras seis personas, dos hombres y cuatro mujeres. No se encontraron armas en las habitaciones, pero al descender por la escalera del inmueble, a una de las mujeres se le cayó un paquete que contenía munición. El interrogatorio en comisaría reveló que dos de las mujeres portaban entre su ropa pistolas y cargadores.
El día 15 de diciembre la CNT anunciaba el final del movimiento y la vuelta al trabajo.
Los interrogatorios a las detenidas en la calle del Conde Aranda condujeron a la de Perena número 6. En la inspección de la casa, llevada a cabo el 16 de diciembre, los Guardias de Asalto hallaron en el tejado “carpetas envueltas cuidadosamente en unos periódicos” (La Voz de Aragón, 17-12-1933) Se trataba de valiosa documentación del Comité Revolucionario de la CNT y la FAI.
Su contenido llevó de inmediato hasta la calle Convertidos número 5. Allí la policía sorprendió a siete hombres y tres mujeres. En el registro se hallaron “una pistola ametralladora y varios cargadores (…) máquinas de escribir, una multicopista y varios sellos de caucho de la CNT y la FAI” (La Voz de Aragón) Había caído el Comité Revolucionario: los delegados de Aragón Antonio Ejarque Pina, Felipe Orquín Aspas, Ramón Andrés Crespo y María Castañeda Mateo; los sevillanos Rafael Casado Ojeda y Rafael García Chacón; y dos figuras clave del anarquismo: Cipriano Mera y el doctor Isaac Puente.
En enero de 1934 la publicación barcelonesa “Tierra y Libertad” dedicó un número especial a los sucesos de diciembre en Zaragoza. El testimonio del doctor Isaac Puente resulta valioso. Bajo el título “La represión en Zaragoza”, Puente realiza un ejercicio de autocrítica al afirmar que todas las fuerzas movilizadas “no alcanzaron la eficacia y la resonancia que se esperaba”, “El Pueblo (…) tampoco se dejó arrebatar por el entusiasmo revolucionario”.
Asimismo, describe la “bestialidad desatada” de los guardias de Asalto: “más de 200 detenidos han sido maltratados sádicamente, a culetazos y toda suerte de golpes, al pasar por entre las filas de guardias, juego al que, con mordaz sarcasmo, denominan ‘tubo de la risa’”.
Finalmente, los tribunales impusieron condenas que oscilaban desde dos a ocho meses de prisión, por tenencia ilícita de armas y explosivos; hasta doce años por incitación a la rebelión y sedición. Las cárceles de Torrero, Calatayud o Pina de Ebro fueron el destino de unos 500 presos, no todos implicados y ni siquiera pertenecientes a la CNT, como denunció el diario El Pueblo (17-12-1933). El hacinamiento y las pésimas condiciones de vida arreciaron el clamor por una amnistía que llegaría en abril de 1934 para quienes no habían sido condenados por rebelión y sedición, éstos tendrían que esperar hasta febrero de 1936. Cinco meses después, las instituciones públicas zaragozanas se negaban a entregar armas a los sindicatos para enfrentar a los militares golpistas.
Ante el cariz de los acontecimientos, el Gobernador Civil amplió las fuerzas con unidades militares y la llegada de guardias de Asalto de otras capitales. Dos carros de combate comenzaron a vigilar el centro. No podían tolerarse enfrentamientos en el corazón político y mercantil de la ciudad. Desde las azoteas del paseo Independencia y Coso, grupos anarquistas “paqueaban” (onomatopeya del disparo del máuser) a las tropas cobijadas en portales y porches. Tejados y terrazas se poblaron de reflectantes que barrían la noche de Zaragoza.