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Las superheroínas no llevan corpiños ni monos de cuero, llevan bata y viso. No se pasan la vida repartiendo golpes sino amortiguándolos. No son un puñado de escogidas, una reducida élite mundial, son legión. Quizá no hayan reparado en ello porque sus superpoderes no se manifiestan con efectos de artificio, son silenciosos, constantes e imparables. Tan callada es su labor que muchas veces ni siquiera ellas saben que lo son.
Entre sus superpoderes se encuentran el de velar por la paz mundial en cada casa o el de cuidar a cada uno de la forma que necesita para que vuele solo y hacerlo de una forma tan altruista y silenciosa que esos pajaritos cometen la osadía de pensar que es mérito suyo y no de ellas. Son capaces de gobernar una casa haciendo ver, muchas veces, que son un actor secundario. Son maestras en sacar de donde no hay, en saber lo que nos pasa antes que nosotros mismos y en adelantarse a nuestros tropiezos de tal forma que al caer, tras la cara de la derrota vemos siempre la suya para recogernos una vez más.
Algunas superheroínas desarrollan un potente magnetismo capaz de conseguir que un universo entero orbite a su alrededor; la mía es una de esas. En torno a ella ha girado la vida de una tropa de hijos, nietos y bisnietos. ¿Cuarenta y la madre? Somos nosotros. De sus superpoderes destacaría el de haber sabido enseñar sin dar lecciones a nadie, el de haber sido autoridad sin aspavientos ni sobreactuaciones y el de crear un clan tan amplio como unido que genera una fuerte sensación de pertenencia y protección. Pocas cosas le dan a uno tanta seguridad en la vida.
Mi superheroína se llama Ascensión, yaya Chon. Ha vivido durante una guerra mundial, ha sufrido muy de cerca las injusticias de una civil, ha visto pasar la república, la dictadura y la vuelta de la democracia, esta vez con monarquía incluída, más de un siglo de vida. Mi abuela ha soportado las penurias de la dura posguerra, ha trabajado de sol a sol, ha parido en casa a once hijos y nunca, nunca la he visto evitar un quehacer o quejarse de nada. Otro súperpoder, ese de la energía inagotable, como el de la longevidad combinada con la lucidez mental y la fortaleza física.
En lo que sí se parecía Súper Chon a una heroína de Marvel es en la belleza. Guapa, elegante y presumida, ahí andaba con Imelda Marcos en la pugna al mejor zapatero. Su porte era la constatación de que la clase no la da el dinero.
Ha vivido 101 años y medio, sí y medio, que los medios cuentan a esas edades como cuando eres niño y esos meses te van dando otro estatus. Se ha ido rodeada del clan que formó en vida, de esa guardia pretoriana que la ha despedido con honores. Se marcha con la admiración de todo aquel que la ha conocido y nos deja henchidos de orgullo de ver que también fuera de su casa la veían como nosotros porque ese poderío no dejaba indiferente a nadie. No todos los días conoce uno a una auténtica superheroína.
Las superheroínas no llevan corpiños ni monos de cuero, llevan bata y viso. No se pasan la vida repartiendo golpes sino amortiguándolos. No son un puñado de escogidas, una reducida élite mundial, son legión. Quizá no hayan reparado en ello porque sus superpoderes no se manifiestan con efectos de artificio, son silenciosos, constantes e imparables. Tan callada es su labor que muchas veces ni siquiera ellas saben que lo son.
Entre sus superpoderes se encuentran el de velar por la paz mundial en cada casa o el de cuidar a cada uno de la forma que necesita para que vuele solo y hacerlo de una forma tan altruista y silenciosa que esos pajaritos cometen la osadía de pensar que es mérito suyo y no de ellas. Son capaces de gobernar una casa haciendo ver, muchas veces, que son un actor secundario. Son maestras en sacar de donde no hay, en saber lo que nos pasa antes que nosotros mismos y en adelantarse a nuestros tropiezos de tal forma que al caer, tras la cara de la derrota vemos siempre la suya para recogernos una vez más.