El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Zaratustra se admiró del bullicio de la ciudad, del olor de los puestos de viandas y bebidas que sembraban las calles, del estruendo de las charangas, de que apenas podía dar un paso debido a la gran cantidad de viandantes que deambulaban por allí. En aquella ciudad la noche se llenaba de luces multicolores que se reflejaban en las aguas del principal río que atravesaba la localidad, de tal forma que la oscuridad impenetrable que yacía cada noche en el corazón de muchos de sus habitantes parecía disiparse durante unos minutos de fantasía, hasta que la realidad tornaba implacable a sus vidas.
Una muchacha joven pisó una de sus viejas sandalias y, tras excusarse, estuvieron un rato hablando en el umbral de una cafetería atestada de gente. Había cursado una carrera universitaria y tres masters, pero ahora estaba, como habitualmente, sin trabajo, contratada durante diez días en un local de comida y bebidas al aire libre, con motivo del inicio de aquellas fiestas de la ciudad: doce horas diarias de trabajo (de 4 de la tarde a 4 de la mañana), 60 euros al día. 600 euros, 120 horas de trabajo, 5 euros a la hora. Sin contrato. Un caso más entre decenas de miles. Y con gran pasmo de la muchacha, Zaratustra no pudo contener el llanto.
Zaratustra se enteró de que el tótem de aquella ciudad era uno de los más antiguos y venerados del país, siendo incluso patrón de tierras lejanas y de unas fuerzas policiales tocadas con un extraño gorro triangular. Su espíritu se inquietó también al enterarse de que los dirigentes de la ciudad discutían por portar una banda de plumas de ave multicolores e ir de esta guisa en procesión a rendir públicamente pleitesía al tótem. Cuando los vio, su espíritu se afligió.
Zaratustra había pensado, aún en la montaña, que algunas fiestas tradicionales son expresión de tradiciones ancestrales y de ciertos sentimientos atávicos del pueblo, y, como tales, forman parte de la cultura popular. De hecho, un concejal rebelde de la ciudad le invitó a comer una bandejita de cordero lechal y le confesó entretanto que no pone objeción alguna a que la porción del pueblo que así lo estime ejerza en fechas determinadas su derecho a manifestar sus creencias y devociones, así como su derecho a la fiesta. Sin embargo, insistía aquel concejal, otra cosa es lo público: las instituciones públicas, los actos públicos, los representantes públicos…, deben cumplir y hacer cumplir con claridad el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado y de sus instituciones. Y habló de grupos desconocidos para Zaratustra: el Gobierno autónomo, La Academia General Militar, La Guardia Civil, la Corporación municipal, el Cuerpo de Bomberos, la Jefatura Superior de Policía, la Policía Local…
Mas cuando Zaratustra estuvo solo, habló así a su corazón: “¡Será posible! ¡Esta gente en su ciudad no ha oído todavía nada de que los tótems han muerto!”.
Entonces un clérigo que lo escuchó lo llamó “blasfemo” e “impío”, pero un hombre vestido con túnica de lana y sandalias de cuero, que dijo llamarse Epicuro, dijo a Zaratustra: “No es impío el que desecha los tótems de la gente, sino quien atribuye a los tótems las opiniones de la gente”.
Cerrada la noche, a punto de dejar aquella ciudad en fiestas, Zaratustra se sintióÌ de repente como rodeado por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros, - el rumor de tantas alas y el tropel en torno a su cabeza eran tan grandes que cerroÌ los ojos. Y, en verdad, sobre él había caído algo semejante a una nube, semejante a una nube de flechas que descargase sobre un nuevo enemigo. Pero he aquíÌ que se trataba de una nube de amor, que caía sobre él y sobre toda la ciudad.
Zaratustra se admiró del bullicio de la ciudad, del olor de los puestos de viandas y bebidas que sembraban las calles, del estruendo de las charangas, de que apenas podía dar un paso debido a la gran cantidad de viandantes que deambulaban por allí. En aquella ciudad la noche se llenaba de luces multicolores que se reflejaban en las aguas del principal río que atravesaba la localidad, de tal forma que la oscuridad impenetrable que yacía cada noche en el corazón de muchos de sus habitantes parecía disiparse durante unos minutos de fantasía, hasta que la realidad tornaba implacable a sus vidas.
Una muchacha joven pisó una de sus viejas sandalias y, tras excusarse, estuvieron un rato hablando en el umbral de una cafetería atestada de gente. Había cursado una carrera universitaria y tres masters, pero ahora estaba, como habitualmente, sin trabajo, contratada durante diez días en un local de comida y bebidas al aire libre, con motivo del inicio de aquellas fiestas de la ciudad: doce horas diarias de trabajo (de 4 de la tarde a 4 de la mañana), 60 euros al día. 600 euros, 120 horas de trabajo, 5 euros a la hora. Sin contrato. Un caso más entre decenas de miles. Y con gran pasmo de la muchacha, Zaratustra no pudo contener el llanto.