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En la lista de las acciones cotidianas que hoy dependen de los combustibles fósiles —movernos, calentar nuestros hogares, vestirnos—, es fácil pasar por alto una de las más básicas: los humanos modernos comemos energía fósil. El trigo del pan, las lechugas, o el pienso que alimenta al ganado se cultivan mayoritariamente con fertilizantes sintéticos, fabricados con un enorme gasto energético.
Un estudio publicado esta semana ha demostrado por primera vez, con datos de experimentos a largo plazo en Europa y África, que los agricultores pueden reducir el uso de fertilizantes artificiales y mantener cosechas altas si adoptan prácticas respetuosas con la naturaleza.
El estudio llega en medio de la escalada en los precios de los fertilizantes, aupados a máximos históricos por el coste de la energía, los desajustes en el suministro causados por las sanciones a Rusia, o las restricciones que China impuso a las exportaciones en otoño de 2021. Esta subida de precios pone a muchos agricultores contra las cuerdas y es uno de los factores que están acercando al mundo a una crisis de acceso a los alimentos.
“Es probable que el aumento de los precios de los fertilizantes tenga importantes repercusiones en la agricultura y la producción de alimentos –y por tanto, en la seguridad alimentaria–en todo el mundo, ya que los agricultores tienen dificultades para pagar un insumo clave y se enfrentan a posibles interrupciones del suministro”, avisaban este mes los analistas del Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias.
Sin embargo, según los autores del nuevo estudio, publicado en la revista Nature Sustainability, es posible alimentar al mundo con menos fertilizantes sintéticos. Las plantas necesitan nutrientes para crecer, como el nitrógeno, que forma el 78% del aire que respiramos. El nitrógeno que se encuentra en la atmósfera (el N2) es demasiado estable para ser utilizado por las plantas, que lo absorben en forma de nitratos.
De forma natural, estos nutrientes son escasos, y se reponen en el suelo gracias a plantas como las leguminosas o con el estiércol de los animales. Pero, a principios del siglo XX, un químico alemán llamado Fritz Haber desarrolló un método que, a altísimas temperaturas y con un gran consumo de energía, logra extraer amoníaco del aire. Ese amoníaco luego puede transformarse en fertilizantes nitrogenados como la urea.
A partir de los años 50, con la denominada Revolución Verde, la aplicación de este proceso industrial para fabricar fertilizantes, junto a otros avances científicos, hizo posible multiplicar la producción industrial de alimentos. En la actualidad, alrededor del 1,2% de consumo de energía a nivel mundial se destina a la fabricación de fertilizantes, y un componente clave en el proceso es el gas natural. Según el último informe de Perspectivas de los mercados de productos básicos del Banco Mundial, publicado en abril, “el aumento de los precios del gas natural, sobre todo en Europa, provocó un recorte generalizado de la producción de amoníaco”.
Pero los resultados del nuevo estudio muestran que los agricultores pueden reducir el uso de estos productos químicos y mantener unas cosechas elevadas si trabajan con la naturaleza: unos métodos que los investigadores denominan “intensificación ecológica”. Por ejemplo, pasando de monocultivos a campos más diversos, cultivando legumbres u otras plantas que aumentan de forma natural la fertilidad del suelo, o añadiendo materia orgánica en forma de compost o estiércol. Sin embargo, combinar esas prácticas con altos niveles de fertilizantes no aumenta, en general, el rendimiento de los cultivos.
Se trata de sustituir los insumos artificiales, como los fertilizantes y los pesticidas, por los procesos naturales
La líder del estudio, Chloe MacLaren, explica que esas prácticas recuperan la capacidad de la naturaleza de cumplir funciones beneficiosas para los agricultores, como el control de malas hierbas o la fertilización. “Se trata de sustituir los insumos artificiales, como los fertilizantes y los pesticidas, por los procesos naturales”, asegura a Ballena Blanca esta científica de Rothamsted Research (Reino Unido), una de las estaciones experimentales agrícolas más antiguas del mundo.
El equipo analizó 30 experimentos agrícolas desarrollados en Europa y África —algunos operativos desde los años 70—, con datos de 25.000 cosechas de cultivos como trigo, maíz, avena, cebada, remolacha o patatas. Así, los investigadores pudieron comparar cómo las prácticas de “intensificación ecológica” analizadas interactúan entre sí, y cuál es el efecto en la cosecha total al añadir fertilizantes de nitrógeno.
MacLaren explica que las cosechas son más abundantes cuando se combinan esas buenas prácticas con una cantidad pequeña de fertilizante. Por eso, otra de las ventajas de este enfoque es que permitiría redistribuir el uso a nivel global. A los pequeños agricultores africanos les beneficiaría un mayor acceso a los fertilizantes químicos, que ahora apenas se pueden permitir. Mientras, en los campos de Europa se utiliza en exceso. En España, la “sopa verde” del Mar Menor es la muestra más evidente de lo que produce el uso masivo de nitratos de la agricultura intensiva, que también contamina ríos y acuíferos.
“En la mayoría de ocasiones las dosis que se aplican exceden las cantidades que el propio cultivo puede asimilar, agravándose los problemas de contaminación de suelos y aguas, y el cambio climático”, comenta María Almagro Bonmatí, científica del Instituto Andaluz de Investigación y Formación Agraria (IFAPA) Camino de Purchil, especializada en suelos agrícolas, que no ha formado parte del estudio.
De hecho, el uso masivo de fertilizantes ya nos ha hecho superar uno de los nueve límites planetarios, el del ciclo del nitrógeno y el fósforo. Según los científicos del Centro de Resiliencia de Estocolmo, cruzar una de esas “líneas rojas” aumenta el riesgo de generar cambios ambientales abruptos o irreversibles a gran escala.
“Nuestra principal conclusión es que no hace falta sacrificar el rendimiento de los cultivos para reducir los impactos ambientales. Impulsar estas prácticas de intensificación ecológica nos permitirá asegurar los mismos rendimientos en el futuro”, apunta la investigadora de Rothamsted Research.
Sin embargo, desde la invasión rusa de Ucrania, la crisis en el mercado de los alimentos se ha aprovechado desde los grupos de presión agrícolas para intentar desbaratar la ambición verde de las políticas agrarias europeas. Según denunciaron la pasada semana un grupo de 18 ONG y entidades de la sociedad civil, la Comisión Europea y gran parte de los estados miembros quieren suspender en 2023 algunas de las condiciones ambientales que deben cumplir los agricultores para recibir fondos públicos de la Política Agraria Común. Entre ellas, una norma relativa a la rotación de cultivos, una de las tácticas identificadas en el nuevo estudio para reducir el uso de fertilizantes químicos sin perder producción.
“La UE debería buscar soluciones diferentes, como eliminar progresivamente cualquier apoyo a los biocombustibles procedentes de cultivos, reducir el desperdicio de alimentos y combatir el consumo excesivo de alimentos de origen animal”, dice la carta.
La investigadora del IFAPA coincide en que el modelo actual de producción “no es sostenible a medio-largo plazo”. Bonmatí cree que el suelo fértil debería ser considerado un recurso estratégico, y añade que España necesita “una estrategia nacional de seguridad alimentaria para no ser tan dependiente del contexto geopolítico y reducir al máximo su vulnerabilidad ante el cambio climático y las fluctuaciones de los mercados”.
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