Errar es de humanos, cierto, pero empecinarse en el error es la marca de la arrogancia y demuestra que las personas que así actúan carecen de una extraordinaria y útil virtud: la humildad. Engreídas y altivas, se creen portadoras de la única verdad posible y no admiten, sectarias como son, que nadie ose poner en duda sus designios. Qué fácil hubiera sido, cuando alguien avisó sobre los complicaciones técnicas y los aspectos peligrosos de la ley del sí es sí o, al menos, cuando surgió el primer problema con la rebaja de alguna condena, aplicar aquello tan práctico y reconocido socialmente de rectificar es de sabios. Pues no. El Ministerio de Igualdad, acompañado por todo el Gobierno, se empeñó en no mover un dedo y ya suman más de 200 las rebajas de condena a agresores sexuales. ¿Son machistas los jueces, según aseguran las promotoras de la ley? Pues razón de más para que ese texto legal no fuera arrojado a la arena del circo a cara descubierta. La ley tenía que haber salido con un blindaje, cuando menos, equivalente al de los vehículos que utilizan los miembros del Gobierno. ¿No tenía esa norma, como ellas mismas dijeron, y siguen diciendo, que enfrentarse a tantos enemigos de las mujeres? Protección, protección, protección. Y ni un solo hueco por donde pudieran entrar los adalides togados más reaccionarios. Se equivocaron en el texto, primero, y se empeñaron en despreciar las evidencias de los fallos después.
Es en verdad inexplicable que tanto experto como hay en el Gobierno, y muchos de ellos con magnífico olfato, no fueran capaces de advertir que un error de este tipo, con resultados de una gravedad evidente, iba a servir a la oposición y a la prensa de la caverna para poner en marcha una campaña feroz. Y lo que es peor, que iba a calar en la llamada sociedad civil, donde los políticos se juegan los cuartos. Y los votos. La reforma hay que hacerla sin tardar ni un minuto, acuerden PSOE y Podemos lo que gusten, sin disculpas de mal pagador. Sería todo un detalle, además, que los afeites necesarios en la ley vinieran acompañados de alguna que otra dimisión, un verbigracia la de aquella secretaria de Estado tan extemporáneamente reidora.
Y aprovechando esta rebaja de humos, esta benéfica cura de humildad, sería muy oportuno que el experimento de unidad de toda la izquierda más allá del PSOE que se prepara en la localidad madrileña de Rivas, 90.000 habitantes, se convirtiera en el comienzo de una decisión global que puede resultar clave para las elecciones de mayo, primero, y de noviembre, después. Allí, a menos de veinte kilómetros de la capital del reino, IU, Más Madrid, Podemos y Equo están negociando, entre algodones, no vaya a ser que alguno de ellos se enfade, una candidatura única que podría agruparse bajo el paraguas de Sumar, la plataforma que ha anunciado, pero nunca del todo descubierto, la vicepresidenta Yolanda Díaz. ¿Será posible que finalmente se consiga tan esperanzador movimiento de unidad? Porque todo el mundo sabe, los integrantes de todos esos grupos mejor que nadie, que los votantes y la ley d’Hondt penalizan de forma terrible a las minorías. La consigna, pues, debería ser simple y sencilla: que no se pierda ni un solo voto de izquierdas.
También el PSOE, ya dicho y repetido, debe acelerar planes y listas. Curiosidad: ha detectado el Ojo una rara enfermedad en el presidente del Gobierno. Tiene Pedro Sánchez el peregrino convencimiento de que un ministro o una ministra que haya lucido por ahí la abultada cartera que corresponde a su selecto cargo, por un mecanismo que nadie más que él valora en sumo grado, se convierte en un candidato imbatible ante las urnas. Resulta sorprendente esa rara distrofia ocular. ¿Qué extraños vericuetos seguirá el cerebro del presidente para autoconvencerse de que Diana Morant, un ejemplo, pero sirve igual para Isabel Rodríguez, Raquel Sánchez o Joan Subirats, son excelsos y conocidísimos candidatos? Alguien cercano debería sacar al presidente del error, y advertirle de que portar el carterón no significa, en absoluto, popularidad de ningún tipo. Ni un voto arranca tal muesca en el currículo.
No nos olvidamos, cómo hacerlo, del otro lado de la cama, con el PP y Vox peleándose por ver quién es más burdo. Tiene la rara habilidad el inane presidente de los populares de no acertar ni un solo disparo con la escopeta de perdigones que le han puesto en las manos. Si la semana pasada fue aquel desatino de la lista más votada, ridiculizada incluso por los suyos, ahora hemos tenido la oportunidad de oírle decir la estupidez esa de “no verá a un cristiano matar en nombre de su religión como hacen otros pueblos”. Demuestra la frase su vasta incultura y su absoluto desconocimiento de la historia, pero añade a su perfil un tinte reaccionario por racista que no le conocíamos. Era cuando lo dijo con esa pompa que le caracteriza el momento justo para llamar a la concordia, como han hecho los políticos de bien -y hasta los cardenales- y no encrespar aún más los ánimos de los fanáticos como solo han hecho los peligrosos xenófobos de Santiago Abascal. De ese PP, cada día más escorado hacia el extremismo, por cierto, quieren formar parte Begoña Villacís y algunos dirigentes de Ciudadanos, ese grupito dizque liberal ya fantasmagórico pero que siempre ha servido a su señor: la derecha pura y dura. Larga vida les desea en el útero materno este humilde comentarista a los Bal y Arrimadas de turno.
Adenda. Quiere Amnistía Internacional, y los familiares de los fallecidos, dolor imposible de curar, que se investigue, a fondo y con los medios que sean necesarios, los desmanes cometidos por la Comunidad de Madrid en las residencias de ancianos durante la pandemia. Ojalá se haga, que aquel inhumano triaje dictado por la reina del vermú, la benemérita Isabel Díaz-Ayuso, no quede sin el castigo que se merece. En las urnas, por supuesto, pero quizá también en los juzgados. La muerte más cruel no debe quedar impune.
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