El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.
Así muere un verano
Debido al permanente estado de susto vigente en 2020, este año el verano dura menos. Para los que cogen vacaciones la segunda quincena de agosto es una faena porque ya no se disfruta, es como llegar a un club a las 5:55, pedir una copa y que al segundo sorbo enciendan las luces. La metáfora vale para cuando existían clubs, los más jóvenes no sabrán ni de lo que les hablo.
Estos días Madrid engulle a cientos de veraneantes que osaron irse de vacaciones, los absorbe como una aspiradora hambrienta de trabajadores y consumidores. Dos días después, el retornado que hace no mucho caminaba en chanclas por la vida ahora viste su cara de septiembre. El moreno se le ha caído al suelo todo de golpe y, con innecesaria eficiencia, ha pasado una máquina de limpieza frotando el rodillo por la acera, pues la ha dejado echa un asco, cubierta de polvo de mar y de sal.
Aquí, en la ciudad, solo se habla de dos cosas: la vuelta al cole y las predicciones para el futuro próximo. Incluso los clásicos brasas aficionados a relatar sus viajes con pleno detalle este año se abstienen de hacerlo, no se sabe si porque no se han ido o por miedo al qué dirán. Mejor no preguntar. Mucha gente no se ha ido a ningún lado y les han condecorado con un diploma a la resistencia y una medalla por sobrevivir a la ola de calor. Algunas de estas personas consideran que los que nos hemos ido de vacaciones hemos actuado de manera irresponsable. Aunque intentes justificarte, esperan agazapados al pie de tu relato a que cometas un error: un taxi innecesario, una cola para comprar churros, una visita extremadamente cuidadosa a la Torre de Hércules donde, fíjate qué curiosidad, dos semanas después dio positivo un empleado de la limpieza y tuvieron que cerrarla. “Mierda”, piensas, “no debería hacer dicho eso”.
Entre unas cosas y otras, al final no vamos a tener nada de lo que hablar, salvo los dos temas antes mencionados. Imagino que este curso la profesora de lengua tendrá el tacto suficiente de no pedir a los niños y niñas la clásica redacción Mis Vacaciones como primera tarea de curso; para muchos va a ser imposible completar una cuartilla por un solo lado.
Oigo en mi móvil un chorreo de notificaciones. Es el chat de padres de la clase de mi hija (esa bestia durmiente de la que nos habíamos olvidado), que ha despertado de la siesta del estío. En él burbujeaba un febril debate a la frenética velocidad de 80 mensajes a la hora sobre cómo será el inicio del curso. Ese grupo es un buen termómetro del nerviosismo ante lo que se avecina.
Si ya lo hemos dado todo con respecto a las dudas y especulaciones de la vuelta el cole, o si no tenemos hijos, podemos dedicarnos placenteramente al otro tema, el de las predicciones. No es necesario un chat específico ni pertenecer a un grupo concreto de población. Es transversal y universal. Me he dado cuenta de que nadie quiere quedar como “el que no lo vio venir”, así que los pitonisos dedican parte de su ingenio a plantear escenarios de todo tipo. Incluido aquel en el que cae un meteorito que destruye parte de la infraestructura de internet o ese otro en el que se agota el suministro de salmorejo en el supermercado. Me advierten de que hay que estar preparada para cualquier cosa y yo me siento como una cadete recién reclutada en el ejército. Si alguien se atreviera a decir “Yo creo que no vamos a ir a peor y el invierno va a ser relativamente normal”, ese insensato debería prepararse para ser linchado; la normalidad es improbable y tiene pocos fans en este momento.
Yo, para mi desgracia, soy de las que apuestan por el caballo perdedor. Con el viento en contra, la normalidad tiene un puntillo que mola. En mis últimos días en A Coruña, cuando mi veraneo olía ya a pescado del viernes, pasaron por allí unos amigos a visitarnos. Uno de ellos me dijo, asombrado: “Vuestras vacaciones aquí son como de vida normal”. Inspiré y solté el aire con satisfacción. Me agarré los tirantes. Sonreí de lado. Efectivamente, es eso a lo que aspiraba al principio de verano y parece ser que lo he conseguido. Normalidad no en un sentido de fiesta del coronavirus sino ese tipo de normalidad en el que no haces ninguna de esas cosas que se supone que hay que hacer en las vacaciones para tacharlas de la lista de deseos.
En verdad, lo más extraordinario de las vacaciones fue la propia visita de nuestros amigos. Siempre se necesita cierta confianza para acoger a alguien en casa. No sé si aquello del couchsurfing, con lo que hace años rellenamos tantas páginas de reportajes veraniegos, se sigue realizando. Se trataba de recorrer el mundo pidiendo que te dejaran dormir gratis en sofás de desconocidos. El lema de la web del mismo nombre es “Alójate con lugareños y conoce viajeros”, algo que, de seguir existiendo, se hace impensable en el mundo del coronavirus. Cuando ahora le dejas el sofá a un amigo, además de abrirle tu espacio de intimidad, pasa a formar parte de tu unidad de convivencia en términos de control epidemiológico. Es casi como prestarle el cepillo de dientes.
En alguna situación desesperada me he visto a mí misma usando el cepillo de dientes de otra persona y, a pesar de lavarlo y sumergirlo en agua hirviendo, he considerado que era mejor no contarlo. No es una cuestión de gérmenes sino de relato, eso está claro. Lo mismo pasa con la visita de los amigos, el día en la piscina municipal o las cañas en el bar. Ya te puedes dar una ducha en gel hidroalcohólico que, si has hecho algo reprochable, has perdido la guerra moral contra los calvinistas de la higiene. Todavía es un movimiento emergente pero la sociedad ya está estratificándose en puros e impuros. A pesar de mi recientemente adquirido gusto por la normalidad, he aceptado que estoy condenada a los infiernos por haberme ido de vacaciones. Pido perdón a la sociedad, juro que lo hice, sobre todo, para contarlo.
Debido al permanente estado de susto vigente en 2020, este año el verano dura menos. Para los que cogen vacaciones la segunda quincena de agosto es una faena porque ya no se disfruta, es como llegar a un club a las 5:55, pedir una copa y que al segundo sorbo enciendan las luces. La metáfora vale para cuando existían clubs, los más jóvenes no sabrán ni de lo que les hablo.
Estos días Madrid engulle a cientos de veraneantes que osaron irse de vacaciones, los absorbe como una aspiradora hambrienta de trabajadores y consumidores. Dos días después, el retornado que hace no mucho caminaba en chanclas por la vida ahora viste su cara de septiembre. El moreno se le ha caído al suelo todo de golpe y, con innecesaria eficiencia, ha pasado una máquina de limpieza frotando el rodillo por la acera, pues la ha dejado echa un asco, cubierta de polvo de mar y de sal.