Nadar para mirar hacia adelante: las piscinas como espacio histórico de lucha por la libertad de los cuerpos
Empezamos esta historia de las piscinas como refugio de disidencia de los cuerpos con la descripción de una historieta. La imagen está en Manuel, la mítica historia de amor homosexual de los tiempos de la Movida, escrita y dibujada en clave semi biográfica por Rodrigo Muñoz Ballester. Comienza con el encuentro de dos jóvenes de 19 y 24 años, un 18 de agosto de 1977, en la piscina de la Complutense, con la visión de dos piernas recias como columnas griegas al emerger del agua.
Aquella aventura sentimental que empezó en una piscina acabó un tiempo después pasando del papel a lo matérico. Se convirtió en una escultura del propio Rodrigo -posó para la misma otro chico habitual de la piscina de la Complu- y fue a ARCO en 1983. En la edición de este mismo año, por cierto, ha vuelto a la feria de arte contemporáneo en el marco de una reivindicación de los pioneros del arte queer en España durante la Transición, en el stand de José de la Mano.
Las piscinas son, por imperativo físico, un espacio fluido de liberación de los cuerpos. También uno de los campos de batalla del naturismo por hacer de la desnudez un elemento consustancial a nuestra cotidianidad. Sin aspavientos. En 1978 el Ministerio del Interior autorizó playas y campos de desnudistas (así se nombraban en la época) y en 1986 la piscina de La Elipa abrió un solarium que se convirtió en el primer recinto municipal de España con zona nudista en zona urbana. Al año siguiente, se le unió el del polideportivo del Barrio del Pilar (hoy conocido como Vicente del Bosque). Desde entonces, no se han inaugurado más espacios naturistas (y el del Barrio del Pilar se encuentra cerrado por obras desde hace años), aunque se viene celebrando anualmente el Día sin bañador, promovido desde 2002 por la la Asociación para el Desarrollo del Naturismo.
Aunque la cita comenzó a celebrarse en algunas piscinas bajo consistorios populares, en 2016 Esperanza Aguirre, entonces jefa de la oposición municipal, lo tildó de “ocurrencia” de Manuela Carmena y declaró: “No sé si tendrán ustedes el valor de instalar el Día sin Velo para las mujeres musulmanas”. La jornada, que tradicionalmente se lleva a cabo el tercer domingo de julio en algunas piscinas, se ha seguido celebrando después.
Pero las piscinas han sido vehículos de reivindicación desde mucho antes. Aparecía como escenario de la modernidad y la nueva mujer en el relato que Carmen de Burgos Colombine publicó en 1930 con el título (muy al caso) de ¡La piscina! ¡La piscina! En este caso, lo cosmopolita como aliado de la mujer se muestra en París, ciudad epítome de la modernidad, donde las dos hijas de una familia española mudada a la ciudad de la luz, Julia e Isabel, se zambullen en sus aires de emancipación.
Ambas descubrirán pronto el cinematógrafo, los bailes, el trabajo femenino…El París que se abría nuevo a una familia de extracción burguesa, cuyo extremo sensual queda condensado para la escritora en un vaso de piscina, como muestran muchos de los párrafos del relato:
“La pobre doña Dolores se echaba a temblar al oírlo. La feliz madre tenía que buscar toda clase de pretextos para hacerles capa a las hijas y ocultar sus escapatorias. Las piscinas eran el mayor placer de las niñas; ya no iban ni a la ”gimnasia bolchevique“, ni al café, ni al teatro, ni a los bailes; su encanto, su ilusión, su delirio, era la piscina”.
O también, “Gozaban la voluptuosidad inmensa de darse al agua, como si se entregaran a todos los hombres que estaban dentro de ella. La caricia del agua fresca sobre sus carnes era como la caricia de las miradas que se clavaban en su desnudez con un cosquilleo de pestañear. Una sensación de alegría, de placidez, se apoderaba de ellas. Lo de pez que ha quedado en nosotros, de la evolución de la primitiva célula, gozaba en aquella caricia como si se realizase el mito de las sirenas y los tritones”.
Colombine juega en el relato al contraste entre las dos jóvenes como símbolo de modernidad y don Antonio, su padre, que llega a sacarlas a garrotazos del agua, como pervivencia de las viejas costumbres españolas:
“El choque lo destrozaba. De pronto vio frente a él, de pie en él borde de la piscina, a su Julia; casi desnuda ante las miradas de aquellas mujeres y de aquellos hombres ambiguos; al aire brazos, espalda, escote, piernas y muslos. ¡ No lo podía creer! ¡ Ni en casa se hubiera atrevido a mostrarse así! ¡Nunca la había visto de aquel modo! ¡ Le daba vergüenza mirarla ! Alzó el bastón y se precipitó sobre ella. La muchacha se lanzó al agua. Allí estaba Isabel, que chapuzó para escapar a la vista del padre”.
La escritora podría, en realidad, haber situado también la acción de su cuento en España. La conquista del baño en público por parte de la mujer había comenzado al menos con las primeras piscinas consideradas como públicas de la capital, las Niágara, situadas en el Paseo de San Vicente. Ya a finales del XIX se podía encontrar allí una pequeña pila separada para las mujeres. También en las Niágara se produjo hacia 1930 un salto cualitativo de la mano de un grupo de pioneras del deporte y la natación, directamente implicadas en la creación del Canoë Club en 1930.
Con la llegada de la posguerra el acceso de las mujeres al mundo del deporte sufrió un frenazo, a la vez que los trajes de baño, que habían empezado a reivindicarse prácticos y orgullosos del cuerpo femenino que envolvían, volvían a atrapar a las españolas con el textil moralizante de la Sección Femenina. La escritora Almudena Grandes hablaba con estupefacción de la contradicción vital de Clara Stauffer, a quien incluyó en la nómina de personajes de Los pacientes del doctor García ¿Cómo podía aquella pionera de la natación que se había zambullido en la laguna de Peñalara en 1931 con un bañador tan atrevido para la época ser una de las mayores garantes de la Sección Femenina?
Los espacios de liberación de los cuerpos se fueron por el sumidero de la historia durante la pacata y mísera posguerra. A partir de los años cincuenta, en algunos ambientes de clase media (y más) empezaron a desfilar por la piscina Stella de Arturo Soria los soldados de la base de Torrejón, estrellas invitadas como Ava Gardner o los futbolistas del Real Madrid, habituales de un club-piscina donde llegó el bikini antes que a ningún otro sitio e, incluso, existía una azotea donde se practicaba el nudismo.
Poco a poco, la piscina fue popularizándose durante el franquismo e incluso su extensión podría leerse en clave de símbolo del desarrollismo. Tenía versiones masivas, como la escenificada en el Parque Sindical, conocido como el charco del obrero, que mereció ser portada en más de un número de la revista Pueblo. O como símbolo de estatus para la nueva burguesía de chaletito. Esta imagen, a la americana, es la que mostraba la progresista Revista Triunfo en su entrega de agosto de 1964. En el mismo número en el que se hablaba ya de libertad religiosa, se dedicaba la portada a las piscinas. “Afortunadamente, son cada vez menos las personas que no saben nadar” decía en la entradilla, con ánimo divulgativo, aunque quienes disfrutaban de los baños en las imágenes no parecían unos cualquiera.
La piscina en la cultura popular del tardofranquismo se lee en clave de la mirada masculina y los sueños lúbricos de modernidad, estampados en la tela de los bikinis llegados del extranjero. Desde El turismo es un gran invento (1968) hasta el el desborde de la cultura machista del destape, que podríamos personificar en el Fernando Esteso de Pepito Piscinas (1978). Una evolución de las costumbres teñida de caspa que, en su contexto, también exudaba las ansias de libertad de los españoles que poco antes escapaban a Francia para ver El último tango en París como las chicas de Colombine escapaban a la piscina parisina. Un baño de libertad como aquel en el que Rodrigo se encontraba con Manuel.
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