El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.
Soy una de esas
Están los bares en los que se tiran las servilletas de papel al suelo: haces una pelota, intentas encestar en la papelera y, si fallas, no pasa nada. En Madrid están los del serrín y las cabezas de gambas, que no sé si siguen existiendo o ya se convirtió en un mito para asustar a los de fuera o, quizá, alguien montó una recreación vintage con muebles descoloridos y el serrín delimitado en cajones de madera. Están los bancos de la calle que los imaginas aún calientes porque se les ve rodeados de un manto de cáscaras de pipas. Están las proximidades de las iglesias llenas de palomas metiendo el pico en las estrechas ranuras del empedrado para extraer los restos de una batalla de arroz. Están las puertas de los hospitales con el suelo cubierto por una colcha de colillas, unas aplastadas, otras intactas y consumidas, otras manchadas de carmín.
También están las aceras grises moteadas de círculos más oscuros, que en realidad son bolas de chicles aplastados, que tardan cinco años en desaparecer. Hasta que reformaron la madrileña plaza de Callao hubo una mancha grande y oscura en una esquina junto al cine Capitol que provoqué yo el día que se me estalló contra el suelo una botella de litro de salsa de soja. Y en el suelo de piedra porosa y beis del descansillo del segundo piso de un portal que no diré cuál es, hay un extraño dibujo en el suelo, imborrable, de forma indeterminada, provocado por mí hace 25 años, cuando no pude llegar a casa a tiempo y me meé encima. Eran secretos hasta hoy.
A todas estas asquerosidades hemos tenido que sumar los guantes y mascarillas que ruedan por el suelo desde que llegó a España la pandemia del coronavirus. Como son livianos, van de un sitio a otro, como ruedas de paja en el desierto, sin que nadie los detenga. Ni siquiera cuando se quedan enredados en nuestros tacones. Nos los sacudimos de encima con aprensión, imaginándolos a tope de carga vírica, contagiando solo por mirarlos. Nos parecen tan íntimos como los pelos caídos de otros, las uñas cortadas de otros, la cera de las orejas de los otros. Cosas que preferimos ignorar.
En el mar y en el campo, la basuraleza es aún más escabrosa. Quién no se ha escandalizado al encontrarse una compresa flotando en el agua. Quién no se ha indignado al descubrir entre la maleza una botella de vidrio abandonada. Pero si el año pasado fueron a limpiar el Everest y recogieron once toneladas de basura y cuatro cadáveres. La gente es muy guarra. La gente, como decíamos ayer.
Aunque vengo todos los años, durante mis vacaciones en Coruña a veces me gusta hacer turistadas o, por localizarlo un poco mejor: coruñesadas. Dícese: dar una vuelta en la barca a Santa Cristina (aunque hace ya años que no va a Santa Cristina, sino que da una vuelta por la ría y vuelve), ir al museo arqueológico del castillo de San Antón (donde me hago una foto junto al mismo cañón en el que me hice una foto con mi padre de pequeña; he ahí otro clásico del verano, repetir la misma foto para ir constatando nuestro deterioro... esto habrá que dejarlo en algún momento) y subir a la Torre de Hércules.
Siendo adolescente, me gustaba ir a los acantilados de la torre para leer a Baudelaire y sufrir mirando al mar; como cualquier otra adolescente atormentada y sin amigos. Para hacerlo, caminaba campo a través descendiendo Monte Alto, rodeando huertas y cercados de animales, pasaba junto a la solitaria casa de una tía de mi familia, donde siempre recordaré que se montaban juergas memorables hasta las tantas de la mañana, con muchos vinos y licores, carne y canciones. Pasaba junto a la cárcel y los presos me gritaban cosas desagradables por las ventanas, que yo debía hacer como si no oyera. Llegaba hasta la cantera, donde había dos o tres hombres picando, haciendo pequeñas las piedras grandes. Me quedaba mirando. A veces también me decían cosas desagradables y yo salía huyendo. Deambulaba, como hay que deambular en los veranos, como solo saben hacerlo los que no tienen casa propia sino “de ellos”, como cantaba Morrissey en los Smiths.
Al fin, llegaba a las rocas cruzando un campo de hierba, donde no había caminos pero sí lo que los psicogeografistas llaman desire paths, o caminos creados a fuerza del deseo de unos pocos de pasar precisamente por allí. Descendía con cuidado hasta algún lugar en el que nadie pudiera verme y sacaba del bolsillo Las flores del mal, cuyas páginas siguen arrugadas por las salpicaduras del agua que las mojó. Son recuerdos de lugares que ya no existen, tan lejanos que me parecen falsos. Insertados. Cuanto más vieja, más me fijo en todo lo que ya no existe. Todo lo nuevo me llama la atención no tanto por la novedad sino por aquello a lo que sustituye. Regresar a un lugar recurrente de veraneo tiene esa actividad incorporada en su genética. ¿Hoy qué hacemos, vamos a la playa o damos un paseo para lamentarnos patéticamente de todas las cosas que han quitado?
Ese día, fuimos a la Torre de Hércules. Me gusta porque siempre estuvo allí y siempre estará allí. (Aunque quizás alguien escribió lo mismo alguna vez sobre el World Trade Center o Notre Dame). Nos acercamos a la caseta de las entradas a eso del mediodía con la intención de comprarlas y subir. Hay cosas que los turistas saben mejor que tú: por ejemplo, que las entradas se compran con anticipación. El turista tiene poco tiempo y sabe cómo organizarlo. Al veraneante le da un poco igual, pero le fastidia, ir a comprar entradas a las doce y que se las den para las siete de la tarde. Decidimos coger lo que nos daban y dejar los planes de la tarde para otro día. Lo que acepté más a regañadientes fue el tema de las mascarillas: solo homologadas, no se puede entrar con mascarillas higiénicas a la Torre de Hércules. Si vas a entrar en ese momento y no tienes, te dan una quirúrgica. No es a la primera vez que siento que en Galicia revolotea la idea de que las mascarillas de tela son menos seguras, pero sí es la primera vez que me prohíben entrar a un sitio con una.
Cuando regresamos a las siete de la tarde, lo hacemos con las mascarillas quirúrgicas de reserva que traje de Madrid, por si acaso no nos daba tiempo a lavar las de tela con frecuencia. Los grupos para subir al faro se han reducido a quince personas a la hora, cuando antes subían 25 cada quince minutos. La guía cultural está encantada de contar la historia de Brigantium y obligada a limpiar con alcohol el pasamanos que recorre los 242 escalones cada vez que baja un grupo.
Desde lo alto de la Torre de Hércules, te sientes Breogán, hijo de Brath, atisbando Irlanda a lo lejos y soñando con someter a las tribus de la península. Es legendario el viento que azota a esa altura de 55 metros. Hay a quien se le volaron las gafas. “Sujeten bien los móviles y las mascarillas”, advierte la guía. Me asomo e inspiro con fuerza el aire del océano que me golpea la cara. La mascarilla me hace vela, como la de los barcos de Ith y Mil, la descendencia de Breogán, navegando hacia tierras irlandesas con ánimo de conquista, hasta que un duro golpe del viento del norte rompió una de las gomas y la mascarilla salió volando. No pude hacer nada por retenerla.
Cada mes, el mundo está utilizando, y por tanto desechando, 129.000 millones de mascarillas y 65.000 millones de guantes de un solo uso. Una parte, quizás un uno por ciento, acaba en los océanos. Mi mascarilla volada es una de ellas y sus 25 gramos se unen a los 13 millones de toneladas de plástico que echamos cada año a los océanos. Quizás la recoja Gary Stokes en el archipiélago de Soko y pose con ella en su Instagram, o Joffrey Peltier en la Costa Azul, quien dice que pronto habrá en el Mediterráneo más mascarillas que medusas. Mi mascarilla va a tardar 450 años en desintegrarse. Me hice la promesa de compensar la mía recogiendo otra del suelo, pero necesito un par de guantes para eso y, efectivamente, me da aprensión y temo contagiarme.
Están los bares en los que se tiran las servilletas de papel al suelo: haces una pelota, intentas encestar en la papelera y, si fallas, no pasa nada. En Madrid están los del serrín y las cabezas de gambas, que no sé si siguen existiendo o ya se convirtió en un mito para asustar a los de fuera o, quizá, alguien montó una recreación vintage con muebles descoloridos y el serrín delimitado en cajones de madera. Están los bancos de la calle que los imaginas aún calientes porque se les ve rodeados de un manto de cáscaras de pipas. Están las proximidades de las iglesias llenas de palomas metiendo el pico en las estrechas ranuras del empedrado para extraer los restos de una batalla de arroz. Están las puertas de los hospitales con el suelo cubierto por una colcha de colillas, unas aplastadas, otras intactas y consumidas, otras manchadas de carmín.
También están las aceras grises moteadas de círculos más oscuros, que en realidad son bolas de chicles aplastados, que tardan cinco años en desaparecer. Hasta que reformaron la madrileña plaza de Callao hubo una mancha grande y oscura en una esquina junto al cine Capitol que provoqué yo el día que se me estalló contra el suelo una botella de litro de salsa de soja. Y en el suelo de piedra porosa y beis del descansillo del segundo piso de un portal que no diré cuál es, hay un extraño dibujo en el suelo, imborrable, de forma indeterminada, provocado por mí hace 25 años, cuando no pude llegar a casa a tiempo y me meé encima. Eran secretos hasta hoy.