Este verano en Barcelona un grupo de veganos rescató a un jubilado que se había quedado sin hogar. Por lo visto, una pareja descubrió al hombre en la calle y decidió ayudarle subiendo el caso a sus redes sociales. El mensaje circuló rápidamente entre sus amigos y al poco uno de ellos invitó al jubilado a vivir con él en su casa. La pareja que le descubrió y subió la historia a las redes se definieron como “activistas totales”, veganos pero también defensores de otros colectivos oprimidos y, en definitiva, solidarios indiscriminados. Por supuesto. ¿Acaso puede discriminar la verdadera solidaridad?
Una de las críticas más habituales que reciben los veganos es que sólo, o principalmente, están preocupados por los otros animales. En realidad, esta crítica es simplemente una manifestación de ignorancia. El sufrimiento y opresión que experimentan los animales no humanos en nuestras sociedades es el tipo de violencia más invisible que existe. Precisamente por esto es difícil que alguien que ha visto lo más difícil de ver no vea lo más fácil –el sufrimiento humano– si lo que le mueve es la compasión verdadera.
El veganismo es desde su creación una ampliación del círculo de compasión. Primero tienes compasión por lo más próximo, lo más cercano, lo más visible. Poco a poco, si esa compasión es real, el círculo se amplía inexorablemente. Aquellos que creen que a los verdaderos veganos –los que lo son por motivos éticos– sólo les preocupan los animales, desconocen la historia del movimiento por completo. Ya desde sus inicios, los activistas animalistas pioneros en el Reino Unido y los Estados Unidos procedían todos sin excepción del humanitarismo, un movimiento dedicado a ayudar a aliviar el sufrimiento de los seres humanos. Por ejemplo William Wilberforce, uno de los fundadores de la primera asociación animalista del mundo, la Royal Society for the Prevention of Cruelty (Reino Unido, 1824), fue el político que lideró el proceso arduo y largo de abolición de la esclavitud humana en el Reino Unido. Wilberforce y su grupo, todos humanitaristas, simplemente dieron el paso lógico, ampliaron su círculo de compasión, vieron el sufrimiento en su totalidad.
La definición de “activistas totales” que hacen de sí mismos los protagonistas de la historia que da pie a este artículo es magnífica y entronca con la teoría de la “liberación total” de los estudios críticos sobre animales. Esta perspectiva es total porque es consciente de que la explotación y sufrimiento que causamos a los animales no es un hecho aislado en la sociedad sino que es un elemento más, y en profunda interrelación, con el resto de variables del capitalismo global. Por lo tanto, y en lógica consecuencia, no se puede pretender luchar contra el sufrimiento y la explotación de los humanos sin luchar también contra el sufrimiento y la explotación de los animales que no son humanos. Es decir, no se puede pretender construir una sociedad sin violencia, igualitaria y justa sólo para los humanos. La prioridad que este colectivo da a la lucha por la liberación animal no supone poner a los otros animales por delante de los humanos sino incluirlos en todos los ámbitos de la lucha social donde ya se ha establecido la conexión entre opresiones (sexismo, racismo, clasismo, homofobia, etc.) pero donde falta la visión total, que incluya también el especismo en el cóctel de opresiones que se alimentan entre sí.
Opresiones interconectadas
Adam Smith, el fundador de la economía política, fue de los primeros en apuntar, sin saberlo, al rol del especismo en el capitalismo moderno. Smith situaba el origen no sólo de la riqueza sino también de la desigualdad social en la domesticación de los animales –al reconocer que el poder y el status, que marcarían las diferencias, se originó en el incremento de la propiedad de rebaños de animales domesticados. Juval Noha Harari, en su excelente Sapiens va más allá en esta idea para afirmar que, en realidad, la revolución agrícola –con la estabulación del ganado e incremento de la explotación como unos de los principales cambios– es el mayor fraude de la historia. Y es que, como muchos autores de estudios críticos sobre animales han destacado, la revolución agrícola multiplicó el sufrimiento de todos: la subyugación y la matanza de animales que siguió a la domesticación preparó el camino para la violencia contra y entre los humanos.
David Nibert es quien probablemente ha documentado mejor los vínculos entre la domesticación de los animales y la violencia y destrucción en las sociedades humanas a lo largo de la historia del capitalismo. Su análisis sociológico desde abajo, desde la mirada de los oprimidos no de las élites, revela el carácter económico y elitista del prejuicio, la discriminación y la opresión institucionalizada de los otros animales por parte de los seres humanos. Este autor ha descrito con enorme precisión cómo la necesidad de tierra y agua para mantener a los animales domesticados llevó a invasiones y guerras en la antigüedad, cómo el imperialismo europeo y el capitalismo se alimentaron y modelaron a partir del negocio del ganado (término que proviene del verbo ganar) y cómo existe una conexión directa entre la actual explotación capitalista de los seres humanos devaluados, como les llama Nibert, y los otros animales, especialmente visible en las prácticas racistas, sexistas y clasistas de los gigantes de la producción de carne y la alimentación. Lo que esto significa lo hemos visto recientemente en España con la revuelta de los trabajadores de los mataderos catalanes.
Los economistas políticos críticos también nos han mostrado cómo la anulación sexual de la mujer y la esclavitud humana se modelaron también a través de las prácticas de domesticación animal y de hecho pueden considerarse una extensión de las mismas. Autoras ecofeministas como Carol Adams, Joan Dunayer o Alicia Puleo han revelado ampliamente las conexiones entre la violencia de genero, el machismo y la explotación animal. Hoy es posible ver ejemplos de todo ello en la violencia machista imperante en todas las fiestas donde se maltratan animales (la tauromaquia como principal ejemplo en España pero ni mucho menos el único) o en la violencia contra animales de compañía que tantas veces precede a la violencia de género e infantil. Esta última relación ha sido estudiada desde hace décadas por psicólogos de todo el mundo. En la actualidad, la violencia contra los animales de compañía se considera un indicador de potencial violencia doméstica en numerosos protocolos nacionales e internacionales de organismos de administración política y policiales (la Coordinadora de Profesionales por la Prevención de Abusos, CoPPA, tiene un excelente informe sobre ello).
La interconexión entre opresiones también afecta a la salud humana de forma clasista. Las dietas altas en grasa de origen animal son la causa directa de muchas enfermedades de la sociedad de la opulencia, que afectan principalmente a las clases trabajadoras, que son las principales consumidoras de la comida basura basada en proteína animal subvencionada públicamente. Las dietas altas en grasa de origen animal son también el origen de las profundas desigualdades que generan hambre y pobreza en el mundo, porque suponen una pérdida de soberanía alimentaría para muchas regiones, que invierten sus recursos agrícolas en deforestar y/o producir comida para los animales que acabarán en los platos de las clases medias y las élites occidentales (u occidentalizadas), por supuesto en beneficio solo de las élites locales o de multinacionales extranjeras. Según las estadísticas de la FAO, en estos momentos, cada día, estamos alimentando a 30.000 millones de animales en granjas. Mientras, 800 millones de seres humanos pasan hambre y otros cientos de millones más no tienen acceso a agua y medicinas.
Agua y medicinas están, no obstante, ampliamente disponibles para la industria agroanimal. Actualmente el 70% de todos los antibióticos se destinan a los animales en granjas (en gran parte para que puedan sobrevivir a las condiciones de confinamiento insalubre en las que les obligamos a vivir) y la agricultura animal utiliza entre el 20 y el 30% del agua potable que se consume de promedio en todo el mundo (la cifra es mucho más elevada si atendemos a países, por ejemplo llega al 55% de toda el agua consumida en los Estados Unidos).
El impacto de la agricultura animal en el medio ambiente es hoy ya ampliamente conocido desde el famoso informe de la FAO de 2006 (La larga sombra del ganado), confirmado y ampliado por una enorme lista de estudios oficiales e independientes desde entonces. El negocio que explota a animales no humanos para su consumo es uno de los principales agresores ambientales del mundo. Contribuye masivamente al calentamiento global, escasez de agua, deforestación, destrucción de praderas, generación de residuos, consumo energético, pérdida de biodiversidad, extinción de especies... Producir carne, huevos o leche es simplemente un desastre ecológico, como afirma certeramente Igualdad Animal. Y un desastre ecológico que, como todos los problemas medioambientales, afecta principalmente a pobres, mujeres y niños.
La intersección entre opresiones alcanza hoy, no obstante, ámbitos incluso insospechados. Las criaturas atrapadas en el circuito de la industria de la alimentación o de la experimentación han incluso dejado de ser organismos
independientes. Las innovaciones tecnológicas del último siglo –muy especialmente el confinamiento intensivo, las prácticas de alimentación y reproducción más rentables, el uso de antibióticos y hormonas y, sobre todo, la ingeniera genética– han convertido a muchos animales explotados en pura biotecnología. Y esta tendencia ya ha cruzado la frontera entre especies porque buena parte de las ideas que la industria tiene para la mejora genética de los humanos han sido antes comercializadas para los otros animales por la industria biotecnológica. Esta mejora humana se parece pues mucho a una ampliación de mercado por parte de la industria, y representa uno de los mayores riesgos para la autonomía humana.
La solidaridad, la compasión y el igualitarismo no pueden ser selectivos
Para los autores de la corriente de estudios críticos sobre animales, entre los que me incluyo, todas estas intersecciones entre opresiones no son simplemente vínculos sociológicos sino sobre todo un reflejo de las relaciones de poder de clase. Jason Hribal, por ejemplo, afirma que los otros animales son en realidad la clase trabajadora más baja.
Ver a los otros animales como “clase trabajadora” es muy útil para adoptar una perspectiva realmente igualitaria. Las razones que Hribal expone para considerarlos como tal son contundentes. En primer lugar, y cómo ya reconoció el mismo Adam Smith, los otros animales ocupan claramente un lugar en la división social del trabajo (cumplen una función). En segundo lugar, porque implícitamente ya son reconocidos como tales por todos nosotros (cuando afirmamos que a alguien lo trataron “como a una mula” estamos reconociendo que existe una clase inferior en las relaciones de clase). Y, tercero, porque al igual que los humanos de la clase trabajadora, los animales no humanos también se resisten a ser oprimidos. Esta resistencia se expresa durante su captura, domesticación, manipulación y confinamiento –las dos últimas incluso habiendo nacido en cautividad. Los ejemplos son interminables pero recordemos tan solo aquí la rebelión de las Orcas en cautividad, donde han atacado y matado a sus captores en numerosas ocasiones, una violencia contra los humanos prácticamente inexistente entre las orcas en libertad.
Ver a los animales no humanos como la clase trabajadora más devaluada nos
sirve además para darnos cuenta que si queremos construir una sociedad interclasista e igualitaria de verdad no podemos hacerlo sin incluirles a ellos. Esto desmonta el mito humanista de “los humanos primero, y cuando los humanos estén bien nos ocuparemos de todos los demás”. Lo cierto es que los humanos no tendrán la menor opción a estar bien, o al menos mejor, hasta que no respetemos a todas esas criaturas que comparten el planeta con nosotros y que no están aquí para que las explotemos, oprimamos, usemos, sino para vivir sus vidas, igual que los humanos queremos vivir las nuestras.
La perspectiva de la liberación total, la abolición total y el activismo total es pues imprescindible para construir sociedades realmente solidarias, igualitaristas, compasivas, justas. La compasión selectiva, la solidaridad selectiva, el igualitarismo selectivo son en realidad formas de discriminación, no verdaderos valores. El verdadero humanitarismo debe buscar la justicia indiscriminadamente para todos. Y esto es una urgencia moral en un momento en que existen tantísimas opciones libres de crueldad animal a nuestro alcance.
El trato que hemos dado históricamente a los otros animales representa una contradicción flagrante de los valores humanos. De igual modo que la emancipación femenina fue una lucha que se sumó a y fortaleció la lucha contra la esclavitud, y que la conquista de los derechos civiles para los seres humanos se añadió y fortaleció a las dos anteriores, la lucha por la liberación de los animales no humanos es ahora el siguiente paso en el progreso moral de la humanidad, y de nuevo no hará más que fortalecer todas las otras causas que los críticos con el capitalismo, los igualitaristas, los ecologistas, y todas las personas compasivas apoyan. Los veganos que se movilizaron para ayudar al jubilado no vegano son un ejemplo excelente de este activismo total que es la única forma coherente hoy de intentar mejorar el mundo.