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El día que fui a boicotear el Campeonato de España de Galgos

Una amiga me ha prestado un fular con estampado de camuflaje. Creo que un fular con estampado de camuflaje (qué ironía) me ayudará a pasar desapercibida. También llevo un jersey de lana de color verde oscuro que me dejé de poner cuando me di cuenta de que esa piel no me pertenecía, y que ahora recupero para, ya lo he dicho, mimetizarme. Estamos en el punto de encuentro, una gasolinera entre Ávila y Madrid. Repasamos el plan, pero sobre todo repasamos las normas, porque más importante que saber qué hacer es saber cómo hacerlo para no poner en peligro al grupo. Lo más importante es el grupo. “Actuad con naturalidad y no os olvidéis de sonreír, recordad que vamos a una fiesta”.

Cuando volvemos a los coches, me siento tranquila. Creo que me dan más miedo mis reacciones que las consecuencias. Pienso que tal vez no voy a saber disimular, que a mí se me nota todo en la cara, que cuando llegue y vea a la gente divertirse mientras que dos galgos son obligados a correr detrás de una liebre hasta darle caza, se acabó lo de sonreír. ¿Saltar? De cabeza.

Sí: yo estuve allí. Yo fui a la final del LXXXII Campeonato de España de Galgos en Campo, celebrada el pasado sábado 1 de febrero en Madrigal de las Altas Torres (Ávila), para boicotearlo. Junto a otras 15 personas, me infiltré entre los más de 14.000 asistentes (según fuentes oficiales) y, en el momento justo, y desde los diferentes ángulos en que nos habíamos repartido por parejas para no levantar sospechas, saltamos a la pista quitándonos los jerséis de lana de color verde oscuro, o los fulares con estampado de camuflaje, o la sonrisa, para mostrar nuestro verdadero mensaje: un yo colectivo de no violencia contra los galgueros, la caza y la explotación animal.

Fueron segundos. La Guardia Civil no tardó en llegar hasta donde estábamos. Nos quitaron las pancartas y no nos dio tiempo ni a escuchar el final de la frase de que les acompañáramos porque ya todo eran insultos y amenazas. Que si guarras. Que si putas. Que si zorras y que si maricones. Iros a trabajar. Os tendríamos que pegar una paliza. A la cárcel. Fuera de aquí u os sacamos a hostias. Os vamos a matar. Estáis trastornados. Qué vergüenza. Desde algún punto, me llegó también un “estos son de Podemos” y me pareció irónico. Como lo de mi look. Muchos de estos gritos venían de padres o de madres que tenían a sus hijas e hijos al lado.

Digo padres y madres, hijas e hijos, pero lo cierto es que hay pocas mujeres en las carreras de galgos. Las carreras de galgos siguen siendo una cosa de hombres. Pero de hombres-hombres. Las carreras de galgos perpetúan la masculinidad tóxica. Porque, para no afrontar sus inseguridades y, con ellas, el sinsentido que supone su existencia, el patriarcado se da palmaditas en su propia espalda a través de la dominación de seres indefensos. En este caso, se trata de una raza concreta de perro. Pero también podría tratarse de un ciervo matado a tiros. De un toro torturado en una plaza. De ese pez TAN grande que (¡aplausos!) tu tío acaba de pescar. Muchos de estos gritos venían de padres que tenían a sus hijos al lado.

Mientras los agentes de la Guardia Civil nos escoltaban hacia la salida, creando un escudo humano entre la España que caza y nuestra integridad física, varias piedras volaron sobre nuestras cabezas. Eso, sin contar los empujones. O los escupitajos. Un cazador indignado se enfrentó a uno de los guardias cuando éste intentaba contenerlo.

Podría afirmar que me agredieron. Que hubo instantes en que temí por mi vida. Lo primero sería verdad; lo segundo, no. Porque no me dio miedo hasta que, horas después, me vi a mí misma a cubierto, en casa, recién duchada, arropada con una manta y sosteniendo una taza de café caliente. A lo mejor el odio solo te alcanza cuando te salvas.

Que por qué lo hacemos

Según los datos publicados por la Federación Española de Galgos, un total de cuarenta y una liebres se han utilizado para el LXXXII Campeonato de España de Galgos en Campo, lo que significa que 41 liebres han muerto innecesariamente en nombre de la diversión humana. 497 galgos han participado en la competición. La edad de la ganadora, Liosa, es de 26 meses, mientras que la del segundo finalista, Escorpión, de 25. Durante la primera jornada del campeonato, el galgo de origen andaluz Langostino del Chabolo falleció mientras corría a causa de, en palabras de la Federación, “un desgraciado accidente”. La web de Tribuna Valladolid aportaba algo más de información sobre el tema. Al parecer, el perro chocó contra la espaldera de un viñedo cuando iba a gran velocidad (60 kilómetros por hora) y murió a consecuencia del impacto. La poca visibilidad que había ese día debido a la niebla, y a pesar de la cual la organización decidió que las carreras se celebrarían igualmente, tras ir aplazándolas varias veces a lo largo de la mañana, provocó el choque.

La cifra de la Federación Española de Galgos es que alrededor de 2.000 galgos se usan para cazar por temporada. La mayor parte de ellos son reemplazados al año siguiente, lo que nos lleva a preguntarnos, ¿qué pasa con todos esos perros cuando ya no se consideran válidos para cazar y/o competir? Según la Asociación Galgos del Sur, más de 50.000 galgos (el número podría subir de forma considerable si se contempla la cantidad de perros rescatados por las protectoras) son abandonados o asesinados anualmente en todo el Estado.

Una práctica muy común consiste en arrancarles el microchip identificativo y dejarles vagando a su suerte en lugares alejados, o incluso en las afueras de los pueblos y ciudades de tradición galguera. A los que depositan en la perrera, dada la dificultad para que se les adopte antes de los diez días que estipula la ley, se les sacrifica. Aunque lo más habitual es que los propios cazadores acaben con la vida de los perros a disparos, ahorcándolos, envenenándolos o lanzándolos a un pozo o por un barranco.

Por otro lado, las condiciones en que se mantiene a estos animales mientras viven van desde el hacinamiento en espacios reducidos -en ocasiones con jaulas- o la desnutrición y deshidratación, hasta el maltrato como método de adiestramiento. Y, del pequeño porcentaje de galgueros que trata a sus perros con dignidad, la gran mayoría termina por deshacerse de ellos cuando ya nos les sirven.

Tampoco hay que olvidar que al amparo de la caza se sostiene un gran negocio de compra y venta de galgos, tanto de carácter legal como ilegal, donde el sistema de reproducción forzada y cría en cautividad de los cachorros separados de sus madres nada más nacer se encuentra en la base del lucro de quienes lo llevan a cabo.

España es el único país de Europa que aún permite la caza con perros. No existe una prohibición a nivel general, ni tampoco una Ley Nacional de Protección Animal, que protejan a los galgos de las actividades cinegéticas. Por el contrario, cada Comunidad Autónoma legisla en función de sus propios criterios e intereses, a menudo ligados a los de los cazadores a los que las instituciones amparan, y cuyo derecho a “divertirse” o a “practicar deporte” está por encima de la vida de seres sintientes que sufren las consecuencias de su barbarie.

Una amiga me ha prestado un fular con estampado de camuflaje. Creo que un fular con estampado de camuflaje (qué ironía) me ayudará a pasar desapercibida. También llevo un jersey de lana de color verde oscuro que me dejé de poner cuando me di cuenta de que esa piel no me pertenecía, y que ahora recupero para, ya lo he dicho, mimetizarme. Estamos en el punto de encuentro, una gasolinera entre Ávila y Madrid. Repasamos el plan, pero sobre todo repasamos las normas, porque más importante que saber qué hacer es saber cómo hacerlo para no poner en peligro al grupo. Lo más importante es el grupo. “Actuad con naturalidad y no os olvidéis de sonreír, recordad que vamos a una fiesta”.

Cuando volvemos a los coches, me siento tranquila. Creo que me dan más miedo mis reacciones que las consecuencias. Pienso que tal vez no voy a saber disimular, que a mí se me nota todo en la cara, que cuando llegue y vea a la gente divertirse mientras que dos galgos son obligados a correr detrás de una liebre hasta darle caza, se acabó lo de sonreír. ¿Saltar? De cabeza.