A la memoria de Juan Zozaya Stabel-Hansen
De la cantidad de sonidos que emiten los animales no humanos, en miles de años sólo hemos definido que el carnero bala, que la cigüeña crotora, que la golondrina trisa, o bien que el jabalí arrúa. No existen vocablos en el diccionario para el sonido de otros variados sentimientos que nacen de cada ser animal, a excepción de sus etapas en celo. No hay palabras para la voz de tristeza, ni para las de amenaza ni las de terror.
No hay constancia pública voceada por parte de la Iglesia de una defensa hacia la libertaria y perseguida paloma, así como la Legión Española, con su tradicional mascota al frente -la cabra-, nada ha dicho de su exterminio reciente en Gran Canaria. Ni se inmutan. Ya tienen las alas, el laurel y los cuernos como estandarte, pero lo mismo podrían estar abocetados que grabados que cincelados y hasta imaginados. Nada. Ni un ¡ay!.
Recientemente, el literato Javier Marías lanzó su aullido en contra de los activistas y los detractores de la sangrante fiesta taurina. Algunos literatos, que sí que tienen su voz, y muy airada cuando se sienten retados o destronados (véase el reciente caso del Nobel a Dylan), sí aceptan que los antitaurinos existan, pero no que se expresen, manifiesten e intervengan o irrumpan en las artes patrias. Y menos todavía admiten que el toro sea sujeto con derecho a vivir y a elegir una agradable sombra en los días de agosto -una sombra que no sea el amenazante toril-, y a nadie importa que se les engañe durante toda la cría, que se les engañe en el ejercicio y se les vuelva engañar durante el traslado. Luego arrastran lo que queda: su piel para que deje surcos estériles sobre la arena.
Esos de las letras que hacen párrafos quieren convertir a cada nación en un animal anillado, sin voz y sin vuelo. Nada de voz, y menos con volumen. Y pueden celebrar los premios a las encuadernaciones artísticas, y encontrarán justo y bien invertido que los ministerios paguen con dinero público la que hace años se realizó de los 888 ejemplares de Fe de Vida, de José Hierro, cubriendo sus versos con piel de caribú y de búfalo: “Sé que si ahora saliese fuera / lo hallaría todo muerto, / luchando por renacer… / Sé que si busco una rama, / no la encontraré…”.
No quieren darse cuenta de que la única lógica posible en un país taurino, que se uniforma de muerte estival y anual, es que la presencia antitaurina sea proporcional al aplauso de la barbarie. De no ser así, de no suceder algo así, en este país estaría aconteciendo algo más grave. Pero esto carece de importancia para esos literatos, que en ocasiones emiten una voz sorda, tan sorda como la garrapata que describió Coetzee –un Nobel- en Madrid con motivo de la clausura de Capital Animal: “…sorda y ciega en su borrachera de sangre”. Ridiculizan a la mujer que coloca un lazo carmesí a su perrillo, pero seguro que encuentran irresistible la edición del libro taurino forrado “con piel auténtica de primera calidad, detalle en rosa capote y con interior en color alberos”; eso sí, con papel reciclado, y de la mano de toroshopping.com, empresa que también ofrece juguetes taurinos para niños, con toriles, corrales, camión de transporte y el ‘Pack Plaza de toros y corrales’ completo (188 euros).
Hace ya un tiempo, dos expertos, Aloys Ruppel y Peter Watson, discutieron durante años si en la tirada de la Biblia de Gutenberg, de la parte realizada en pergamino, unos cuarenta y cinco ejemplares, se utilizaron cinco mil pieles, es decir, setenta pieles para cada uno, o si eran acaso la mitad. Pero cada una de ellas era de vitela: fueron desgajadas de nonatos o de seres animales de no más de un año para así dar rienda suelta a la supremacía de la pureza, y de ahí su preferencia por el “pergamino virgen”. Nada se dice a este respecto en la ficha bibliográfica, nada, ni una mención al ser animal, salvo lo implícito. Tampoco en el Codex Amiatinus (515 pieles) ni en la Biblia románica de San Isidoro (otras 154 pieles), aún siendo materia animal fundamental para la supervivencia y conservación de algunas obras incunables, una palabra que lleva a pensar en lo imposible que es acunarlos.
Cierto es que esto ocurrió siglos atrás, pero acérquese, quien desee hacerlo, al enlace del juego de rol World of Warcraft (Record Guinness en número de usuarios), y aprenderá algo sobre la voz desuello, peleteros, cuero, curtido o pieles lujosas; avancen a través de su Guía de Cazadores y su Guía de Peletería 800, y luego indaguen en la mercadotecnia que ha generado en los jóvenes un despertar por las prendas y objetos en cuero, una especie de supremacía humana ‘actualizada’.
Se omite que para construir al más grande y simbólico animal de la cinematografía, como lo fue nuestro acosado y enamorado King Kong de los años treinta, se utilizaron unas cuarenta pieles de oso pardo (el gran grizzly). Nada. No queda recuerdo alguno de que en la Gran Bretaña victoriana se asesinaba anualmente a más de tres millones de pájaros para adornar con plumas los sombreros que las señoras lucían de tarde y de mañana.
La poeta Chantal Maillard asegura que algo va mal si todavía nos preguntamos qué es el arte o la poesía, cuando deberíamos estar en el análisis de qué función tiene o qué representa o qué esperamos de ese arte. Sin embargo, en estos momentos seguimos anclados en ideas quebradas y en razonamientos cómplices.
Y ante todo esto a veces asoma una pregunta llena de voces que empujan la prisa. ¿Qué ve el humano cuando mira a los seres encerrados en una jaula, sumidos en la tristeza y en la desesperanza? Dice que un zoo es educativo para los niños, y que su mirada adulta está centrada en asuntos más importantes, en las necesidades de los refugiados, con ese invierno furioso que construye barrotes de hielo a su alrededor. Pero lo cierto es que no los quiere cerca, viviendo y transitando su acera, de la misma manera que prefiere perros que no ladren, grillos que no molesten en las siestas, abejas que no susurren cerca… Y qué química se produce en su interior cuando ve a una triste elefanta engrillada, de piel color tormento, a la entrada del circo. Después de años al servicio del ser humano, no le corresponde ni un euro por tiempo de trabajo, ni un retiro digno, ni existe constancia de incineración o entierro, ni lápida ni versos ni literatos. Nada de nada. Dirá, con seguridad, que le pregunten al trapecista y al anciano payaso qué será de su vida cuando ya no pueda actuar.
Casi todas las respuestas son una gran estafa, porque no son respuesta sino coartada.
Seguro que los inteligentes sabios de las letras todavía escriben mentalmente con enmudecidas plumas de garceta y que encuadernan con piel de cabritilla, de serpiente, de morsa, de tiburón o de nutria, sus manuscritos, notas anémicas y diarios, sólo para salvaguardar su propia voz, cada vez más hielo y más jaula.
“Hubo un tiempo en que la locura no existía. Si alguien decía que hablaba con los animales, se le creía. Nadie era rechazado por su comunidad por escuchar a un árbol o a una montaña”, escribe la poeta Maillard.