“Puedes oírles ladrar desde lejos: ahí están los perros de los cazadores, bajo chapas de metal, atados con cadenas, aislados en pequeños zulos oscuros y malolientes; invisibles y olvidados por la sociedad; esperando apenas un mendrugo de pan, un rayo de sol o esa carrera letal donde, aunque sea entre gritos y golpes, encontrarán la aprobación del que algún día también se convertirá en su verdugo”. Así describe una de las dos activistas anónimas que consiguieron grabar estas imágenes lo que se siente al acercarse al lugar en que fueron tomadas: una de tantas fincas de la sierra de Madrid donde decenas de perros utilizados para cazar son mantenidos en cautiverio. Ella y su compañera acudieron a la zona alertadas por las llamadas vecinales. “Viven hacinados en auténticas chabolas, sin apenas luz, entre hierros oxidados y escombros, encadenados y con pan duro como único alimento”, añade la segunda activista, quien también aclara que las personas que las contactaron no se atreven a denunciar la situación por miedo a las represalias de los cazadores.
Si ni su propio entorno se encuentra a salvo de ellos, ¿qué esperanza les queda a aquellos a los que tratan como cosas? A esas máquinas con pelo y patas que, según su visión cruel y opresora, solo sirven para hacer daño a otros seres previa coacción y que, cuando ya no puedan, carecerán de razones para existir. La única salida para el perro de un cazador es que alguien se la juegue por él. Porque para posicionarse en contra de la caza hay que jugársela: la legislación vigente ampara a los que matan animales por diversión y desprotege a las víctimas. En el vídeo, colas de jabalí cuelgan de una alambrada para recordárnoslo: “Los cazadores las usan para adiestrar a los perros. A veces también usan otras partes del cuerpo o las pieles de los animales considerados como presa”, explican las activistas.
En las grabaciones no aparece ningún cachorro, pero sí varias hembras que, según algunos signos externos, como el tamaño de las glándulas mamarias o el descolgamiento de los vientres, podrían haber sido madres recientemente. Tal vez les arrebatasen a sus bebés para venderlos de forma ilegal. O, quizás, se los quitasen para asesinarlos lanzándolos por un barranco o ahogándolos en un cubo de agua (prácticas habituales entre los cazadores). “La caza es salvajismo en estado puro, es crueldad”, expresa una de las responsables de las imágenes. Para ella, combatirla empieza por “fijarse en lo que pasa a nuestro alrededor como punto de partida, pues solo así se puede llegar a una concienciación”. Eso comporta no mirar hacia otro lado. Lo de jugársela viene después.
Su compañera se refiere al vínculo entre caza y machismo: “En un mundo de opresión donde reina el patriarcado más absoluto, siempre son víctimas las almas inocentes y vulnerables. El feminismo es la lucha contra todas las opresiones, que se perpetúan gracias al silencio de los vecinos, de los amigos o de los familiares. Si pasas por delante de un sitio infernal como este y, al escuchar la llamada de desesperación de los perros, piensas cosas como que nacieron para cazar, que no es tu problema o que están acostumbrados a vivir así y no haces nada por cambiar su suerte, es que aún no has comprendido que la lucha nos engloba a todas”.
Desde una visión feminista interseccional y antiespecista, luchar por la liberación animal implica luchar a favor de todos los animales sintientes, humanos y no humanos, y en oposición a cualquier tipo de discriminación, ya que todas las discriminaciones nacen de una misma idea: que unos individuos son superiores a otros. A otros que son inferiores. ¿La excusa? Nuestras diferencias. El que algunos disfrutemos de unos privilegios de los que el resto no. Que, de hecho, en el resto se corresponden con una desventaja sistémica, con una opresión repetida, mantenida y preservada a lo largo del tiempo que, en lugar de celebrar las individualidades, las explota y domina. Sucede con la identidad de género y sexual. Sucede con las características raciales. Sucede con la neurodiversidad. Sucede incluso con la apariencia física, el sitio de nacimiento o la profesión. Y todas estas categorías, junto con otras muchas, interactúan entre sí.
Sucede también con la especie. Luchar por la liberación animal implica situarse del lado opuesto a la objetivización de los cuerpos, esa de que el sistema patriarcal se vale para convertirnos en trozos de carne a nosotras. “Nuestro deber como mujeres, como víctimas —continúa la activista— es dar voz a quien no la tiene, a quien ni siquiera cuenta con la protección de leyes que garanticen sus derechos. Todavía nos queda mucho por andar y por deconstruir pero, en ese camino, no podemos olvidarnos de nuestros hermanos los animales no humanos”.
“Puedes oírles ladrar desde lejos: ahí están los perros de los cazadores, bajo chapas de metal, atados con cadenas, aislados en pequeños zulos oscuros y malolientes; invisibles y olvidados por la sociedad; esperando apenas un mendrugo de pan, un rayo de sol o esa carrera letal donde, aunque sea entre gritos y golpes, encontrarán la aprobación del que algún día también se convertirá en su verdugo”. Así describe una de las dos activistas anónimas que consiguieron grabar estas imágenes lo que se siente al acercarse al lugar en que fueron tomadas: una de tantas fincas de la sierra de Madrid donde decenas de perros utilizados para cazar son mantenidos en cautiverio. Ella y su compañera acudieron a la zona alertadas por las llamadas vecinales. “Viven hacinados en auténticas chabolas, sin apenas luz, entre hierros oxidados y escombros, encadenados y con pan duro como único alimento”, añade la segunda activista, quien también aclara que las personas que las contactaron no se atreven a denunciar la situación por miedo a las represalias de los cazadores.