Uno de los pocos recuerdos agradables que conservo de mi niñez es el olor a pólvora, asociado siempre a la traca que se quemaba cada tarde en una plaza céntrica de mi ciudad, con motivo de las fiestas patronales. Un enjambre de muchachitos inquietos nos agolpábamos en la trayectoria de la ristra por ver si atrapábamos alguno de los juguetes que de allí colgaban: cuchillos arapahoes, machetes sioux, penachos de plumas cherokees… Siempre supuse que el ayuntamiento tenía una especie de convenio comercial con las tribus indias americanas, pero es algo que nunca llegué a confirmar. Cosas de críos, supongo.
Sin embargo, hoy es el día que mantengo una más que pésima relación con toda suerte del citado material, sea este en forma de inocentes petardos o de bombetas de inusitado calibre. Porque hay que reconocer que esto ha derivado en una locura colectica de difícil explicación. O acaso simplemente responda a la idiotez coral a la que nos apuntamos enseguida y sin preguntar. Yo no sé ustedes, pero un servidor recuerda que, no hace tanto, la llegada del Año Nuevo se celebraba –además de con el consabido espumoso y las malditas uvas–, con el lanzamiento de una discreta cantidad de tracas y artilugios semejantes, y durante media hora, no más; y luego la gente se dedicaba al condumio desaforado y a lanzarse pullitas entre familiares, lo clásico en Navidad.
Pero de un tiempo a esta parte la cosa se ha desmadrado de tal forma que, apenas entrada la última tarde del año, ya se sufre a los pequeños dinamiteros haciendo uso por doquier de artefactos explosivos. Así, es normal que a veces un poco hábil lanzador vea cómo algunos de sus deditos abandonan sin previo aviso la mano donde siempre estuvieron. Los medios dedican ya en sus primeras ediciones anuales un espacio específico a los accidentes de este pelo, que en ocasiones van mucho más allá de la pérdida de miembros menores para llegar al fallecimiento del protagonista. A tal punto que no son pocos los municipios españoles que se han visto obligados a regular e incluso prohibir el manejo de según qué material pirotécnico en señaladas fechas.
Con todo, no suele mencionarse en las normativas a las víctimas animales (tanto domésticas como silvestres), que sufren no obstante la fiesta como un auténtico infierno. En efecto, se contempla ya como una hipótesis razonable el lanzamiento de bengalas en la muerte masiva de aves, cuyos cadáveres llovieron de forma misteriosa en algunas zonas urbanas de Estados Unidos coincidiendo con determinadas celebraciones.
Y las dudas se disipan por completo en el caso de los animales domésticos, quienes viven a menudo dichas festividades como una experiencia por completo traumática. Hay casos en los que la familia ha optado por emigrar durante el tránsito de año a la cabaña del bosque, por evitar la pesadilla al Toby de turno y, de paso, al clan entero. Porque, en palabras de un profesional, para ellos “es como quedar atrapados en medio de un bombardeo”. Nos parecen descorazonadoras –con razón– las imágenes de niños perdidos en medio de conflictos bélicos, pero no es muy diferente el desasosiego de un perro huyendo hacia ninguna parte tras percibir el estruendo del bombazo.
Por citar algunos ejemplos documentados de la ciudad donde vivo, diré que una perra conocida se lanzó desde el balcón desquiciada por el petardeo. Tuvo la suerte de rebotar en un toldo, y solo se fracturó una pata: coja de por vida. También Ona salió despavorida en plena madrugada de Año Nuevo, y nada supieron de ella hasta marzo, cuando apareció fotografiada en la prensa local con su nueva familia de acogida. Peor le fue a otro can, al que su familia estuvo buscando durante meses en diarias batidas por distintos barrios, sin resultado. Podemos imaginar sin esfuerzo lo que esta gente pasó y sigue pasando después de aquello. ¡Qué dolor y qué rabia por algo tan absurdo!
Hay que acabar con esta locura. Que quien tiene potestad prohíba de una vez por todas el uso indiscriminado y general de material pirotécnico. Por el bien de todos. También de los humanos, pues ya me contarán qué gracia tiene que te explote un artefacto de los gordos debajo de casa en plena convalecencia quirúrgica, o que simplemente te machaquen los oídos hasta bien entrado el día. Por no hablar de la quema de contenedores, de automóviles aparcados o incluso de edificios enteros…
Un colectivo animalista solicitó hace años al Síndico de Vitoria-Gasteiz que el Ayuntamiento restringiera de manera drástica el uso generalizado de material pirotécnico durante la Nochevieja, y la Recomendación fue contundente: con un cuarto de hora, suficiente. El consistorio tardó un par de años (y unas cuantas reuniones con los pesados animalistas) en tomar nota, pues las recomendaciones no son vinculantes, sino meramente orientativas. Pero ya en las pasadas fiestas navideñas emitió un Bando al respecto, recogiendo nuestras reivindicaciones y la solicitud del propio Síndico, y, lo que es aún mejor: mencionando en el texto a los animales como uno de los colectivos afectados. Por supuesto que el bando no tuvo la eficacia práctica deseada (¿quién controla a una horda de desquiciados en plena efervescencia etílica?), pero sin duda la tendrá de forma paulatina en venideras ocasiones. Pues esto, como todo, requiere de empeño y paciencia en sus correspondientes dosis.
Uno de los pocos recuerdos agradables que conservo de mi niñez es el olor a pólvora, asociado siempre a la traca que se quemaba cada tarde en una plaza céntrica de mi ciudad, con motivo de las fiestas patronales. Un enjambre de muchachitos inquietos nos agolpábamos en la trayectoria de la ristra por ver si atrapábamos alguno de los juguetes que de allí colgaban: cuchillos arapahoes, machetes sioux, penachos de plumas cherokees… Siempre supuse que el ayuntamiento tenía una especie de convenio comercial con las tribus indias americanas, pero es algo que nunca llegué a confirmar. Cosas de críos, supongo.
Sin embargo, hoy es el día que mantengo una más que pésima relación con toda suerte del citado material, sea este en forma de inocentes petardos o de bombetas de inusitado calibre. Porque hay que reconocer que esto ha derivado en una locura colectica de difícil explicación. O acaso simplemente responda a la idiotez coral a la que nos apuntamos enseguida y sin preguntar. Yo no sé ustedes, pero un servidor recuerda que, no hace tanto, la llegada del Año Nuevo se celebraba –además de con el consabido espumoso y las malditas uvas–, con el lanzamiento de una discreta cantidad de tracas y artilugios semejantes, y durante media hora, no más; y luego la gente se dedicaba al condumio desaforado y a lanzarse pullitas entre familiares, lo clásico en Navidad.