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Opinión - Ni liderazgo ni autoridad. Por Esther Palomera

La revolución lechera no se ordeña

La industria lechera –esto es, la explotación masiva de vacas para la obtención de su leche– empezó a desarrollarse como tal en la Europa del siglo XVII y ha llegado a nuestros días, como toda industria, con las modificaciones salvajes necesarias para sobrevivir al frenético ritmo que ha marcado la historia del capitalismo.

Ante las puertas del colapso de este sistema, arietadas por la justicia social y el progreso moral, nace la necesidad de reflexionar desde los ámbitos económicos, medioambientales y animalistas sobre la urgencia de transformar la industria lechera siguiendo ahora las directrices de un modelo sostenible y éticamente responsable, que prescinda así de la explotación de las vacas.

Sustituyendo con leches vegetales la demanda de leche de vaca –el consumo de la cual ha caído en España casi un 20% en los últimos quince años (InLac)– se reducirían drásticamente las consecuencias innegablemente negativas que genera este sector: por un lado, la sustancial huella hídrica de la industria y las emisiones de metano, óxido nitroso y amoníaco, que son potentes contribuidores del efecto invernadero y de la acidificación del suelo y del agua; y, por otro lado, las más que reprobables conductas asociadas al maltrato animal que implica la explotación a la que someten a las vacas para la producción industrial de leche.

Pero empecemos con un breve análisis económico de este sector, jamás libre de polémica. En 1974 empieza en Europa la crisis de sobreproducción, paliada con subvenciones europeas que pronto se descontrolaron: la oferta de leche crecía un 4,1% anual y la demanda solo un 0,5%. Las políticas económicas llevadas a cabo para reducir la producción de leche fracasaron, pues las supertasas al excedente y las primas por sacrificios de vacas no surgieron el efecto esperado y los ganaderos invirtieron las subvenciones en mejoras genéticas y en la modernización de las explotaciones.

En 1984 Alemania impuso a Europa un sistema de cuotas, un torniquete que traería consigo cierta estabilidad, así como el contrabando de leche –en España, el paradigma de la picaresca, la 'leche negra' estuvo a la orden del día al menos desde 1997 hasta 2005–. Otros hitos de este convulso sector son el durísimo informe de la OCU en que denunciaba la mala calidad de la leche de vaca española; la multimillonaria multa de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia al cartel lechero un mes antes del fin de las cuotas; las incesantes reivindicaciones y huelgas de los ganaderos gallegos, que denuncian que pierden dinero con la producción de leche –la industria, de media, les paga el litro a 29 céntimos–; el veto ruso a los productos lácteos europeos y el desplome de las importaciones chinas, que han destrozado las perspectivas del mercado lechero europeo. En definitiva, la industria lechera actual se rige por un sistema de subsidios crónicos e ineficientes, un mercado completamente frustrado y unos ganaderos hastiados. ¿Qué más hace falta para que este sector colapse, si es que no está ya colapsado?

Pero sigamos, porque a nivel medioambiental el panorama es también desolador. La FAO alertó hace diez años de que una quinta parte de las emisiones globales de CO2 eran producidas por la industria agropecuaria, y señaló la explotación de vacas como una actividad económica preocupantemente peligrosa.

Y, por supuesto, los números del Eurostat avalan esa afirmación: en 2014 había en Europa 23,6 millones de vacas censadas, que produjeron cerca de 148 millones de toneladas de leche y que emitieron el equivalente a 111 millones de toneladas de dióxido de carbono. O dicho de otro modo: hay 750 gramos de CO2 en un solo litro de leche de vaca, mientras que un litro de leche de soja contiene 64 gramos de CO2. Una diferencia nada desdeñable: la leche de vaca contamina 12 veces más que la leche de soja.

Igualmente alarmantes son los informes comparativos que publica el Institute for Water Education de la UNESCO. La huella hídrica media de la producción de un litro de leche es de 1.050 litros de agua (1.800 en España). En contraste, son 297 litros de agua los que se emplean en la producción de un litro de leche de soja.

Y sin dejar de lado los argumentos anteriores, qué decir de un sistema de explotación basado en un ciclo de crueldad animal que empieza con un embarazo forzoso y termina con una muerte prematura. Por el camino quedan los terneros sacrificados, el enclaustramiento, las infecciones por mastitis, el doloroso proceso de descornarlas y, entre otras barbaridades, la inmoral extracción de hasta diez veces más leche de la que produciría una vaca para sus crías.

España es líder europea en producción de almendras, Rumania de nueces, Finlandia y Polonia de avena, Italia de avellanas y soja… Europa tiene que abrir los ojos y educar en el consumo responsable y ético de leches vegetales en detrimento de un consumo que perpetúa un comportamiento inmoral y, en definitiva, contraproducente. Porque la verdadera revolución lechera no se ordeña.

La industria lechera –esto es, la explotación masiva de vacas para la obtención de su leche– empezó a desarrollarse como tal en la Europa del siglo XVII y ha llegado a nuestros días, como toda industria, con las modificaciones salvajes necesarias para sobrevivir al frenético ritmo que ha marcado la historia del capitalismo.

Ante las puertas del colapso de este sistema, arietadas por la justicia social y el progreso moral, nace la necesidad de reflexionar desde los ámbitos económicos, medioambientales y animalistas sobre la urgencia de transformar la industria lechera siguiendo ahora las directrices de un modelo sostenible y éticamente responsable, que prescinda así de la explotación de las vacas.