Ahora que el año toca a su fin, lo habitual es hacer balance, evaluar las actividades de toda índole llevadas a cabo a lo largo de los últimos 12 meses y emitir algún tipo de juicio al respecto. Así las cosas, mentiríamos si dijéramos que 2022 ha sido un año excepcional alpinísticamente hablando. En realidad, no ha habido grandes hazañas o gestas deportivas si exceptuamos algunos casos aislados. El acontecimiento más reseñable, en caso de que podamos expresarnos en tales términos, ha sido de naturaleza sociológica o económica y, por tanto, extradeportiva. Nos estamos refiriendo a la consolidación y más que probable generalización de un nuevo modelo de negocio, perdón, de himalayismo presidido por la mercantilización, la explotación comercial de las montañas y la afluencia masiva de turistas con ínfulas. Este fenómeno, denominado “everestización” y cuyos antecedentes más inmediatos se remontan a mayo de 2019 cuando más de 200 personas hollaron la cumbre de esta montaña, se ha vuelto a producir este mismo verano en el Karakorum pakistaní (el día 22 de julio se contabilizaron 145 ascensiones al K2) y más tarde en el Manaslu. Al paso que vamos, y si nadie lo remedia, es muy probable que esta tendencia se generalice y se extienda al resto de ochomiles como en su momento sucedió con los Alpes, las Rocosas canadienses o los mismísimos Pirineos.
Al margen de estos hechos, el año 2022 contó con una actividad que si nos gustaría destacar porque, entre otros motivos, casi ningún medio nacional o internacional se hizo eco de ella. Nos estamos refiriendo a la Full Circle Everest Expedition, un proyecto liderado por el guía norteamericano Phillip Henderson en el que todos y cada uno de los once miembros que lo formaban era de raza negra. Esta expedición, inédita en la historia del Himalaya, alcanzó su objetivo el 12 de mayo al lograr que Rosemary Saal, Manoah Ainuu, Eddie Taylor, James Kagambi, Demond Mullins, Evan Green, Thomas Moore y los numerosos sherpas que les acompañaban coronaran la cima de la montaña más alta del planeta.
La importancia de esta aventura no radica en que esos siete expedicionarios consiguieran encaramarse al techo del mundo al igual que los 4.000 montañeros que, según las estadísticas, les han precedido a lo largo de las últimas siete décadas. El verdadero valor de esta expedición reside en la extracción racial de los mismos y en que según esas mismas estadísticas, hasta este año solamente 8 personas de color habían sido capaces de hacer lo mismo.
Obviamente, no se trataba de hacer algo que nadie había hecho antes sino de mostrar al mundo y mostrarse a sí mismos que los negros son capaces de hacer las mismas cosas que los que no lo son. En este sentido son muy significativas las declaraciones de una de las integrantes del equipo, unas declaraciones en las que señalaba que el objetivo principal de esta expedición era cambiar la narrativa de la comunidad afronorteamericana y el modo en el que ésta se ha venido relacionando con la naturaleza y las actividades al aire libre. Frente a la opinión generalizada de que los negros de los Estados Unidos no podían, no debían o no querían practicar los deportes de montaña, ella sostenía que ya no había razón o argumento alguno para sostener este tipo de prejuicios y que ella y sus compañeros eran la prueba de que era hora de desechar ese tipo de actitudes. Esta nueva sensibilidad, puesta de manifiesto por otros autores como Latria Graham, de quien ya nos hicimos eco en el número 196 de la revista Campobase, no solamente busca aumentar la visibilidad de los colectivos que hasta ahora han permanecido alejados de ciertas modalidades deportivas sino también superar la perspectiva, el acercamiento y las actitudes “coloniales” que, por desgracia, muchas expediciones siguen poniendo en práctica cuando entran en contacto con las poblaciones locales.
Tras esta y otras declaraciones como las de Henderson en las que sostenía que otra de las misiones primordiales del proyecto era inspirar e infundir valor a las jóvenes generaciones de afroamericanos para llevar a cabo sus propias aspiraciones, sólo cabe añadir, a modo de crítica, que de los once miembros de la expedición sólo había uno, el keniata James Kagambi, que carecía de la ciudadanía estadounidense. El dato resulta bastante significativo porque demuestra que tras toda esa retórica acerca de la diversidad, la inclusión o la visibilidad de las minorías siguen existiendo grandes contradicciones o una especie de ceguera, probablemente involuntaria, respecto a ciertas realidades. El primer “all-Black team” en conquistar el Everest estaba formado por hombres y mujeres de color, de eso no hay ninguna duda, pero también de ciudadanos que, por estar en posesión de la nacionalidad estadounidense, gozaban y gozan de la mayoría, si no de todos, los derechos, prerrogativas y privilegios que gozamos el resto de los occidentales y de los cuales la inmensa mayoría de los africanos permanecen excluidos. Su logro, por consiguiente, es posible que sea muy importante para los afroamericanos, pero está muy lejos de representar o significar algo para los habitantes del continente africano.