Paraíso perdido
Corre el año 1931. Un grupo compuesto por cuatro fugitivos occidentales residentes en una localidad de Afganistán llamada Baskul aborda una aeronave con destino a Peshawar a fin de huir de la revuelta que se ha desatado en la ciudad. Los miembros de esta pequeña comitiva son el cónsul británico Hugh Conway; su ayudante y vice-cónsul Charles Mallinson; Henry Barnard, ciudadano norteamericano y Roberta Brinklow, misionera.
Poco después del despegue, uno de los pasajeros advierte que el aparato, en lugar de dirigirse hacia el sureste, ha variado el rumbo. Tras efectuar una escala para repostar, el avión reemprende el vuelo mientras el piloto se atrinchera en la cabina. Mallinson declara que están siendo víctimas de un secuestro y Conway responde que hay que guardar la calma y esperar acontecimientos.
Tras muchas horas de viaje, el combustible se agota y la nave se ve obligada a realizar un aterrizaje de emergencia en una llanura desconocida y cubierta de nieve. Antes de fallecer a resulta de sus heridas, el piloto se dirige a Conway para solicitarle que busquen ayuda y refugio en un monasterio cercano que responde al enigmático nombre de Shangri-La. Poco después, una comitiva de lamas cubiertos de prendas de abrigo rescata y guía a los cuatro supervivientes hasta la entrada de un valle abrigado de los vientos por altísimas montañas y cubierto de cultivos sobre los que se levanta un monasterio en el que obtendrán alojamiento durante las próximas semanas.
Todos los integrantes del grupo aceptan de buen grado las comodidades (calefacción, agua corriente, biblioteca…) y la hospitalidad que les brindan el monasterio y sus residentes, todos salvo Mallinson que insiste en regresar a la civilización. Transcurridas un par de semanas, Conway es recibido en audiencia por el Gran Lama. Este último le comunica que la fundación del monasterio corrió a cargo de un sacerdote católico natural de Luxemburgo que, en el siglo XVIII, tras extraviarse en las montañas, descubrió este edén. El diplomático no tarda en descubrir que el Gran Lama y el sacerdote son la misma persona, el padre Perrault. Su longevidad es un fenómeno que afecta a todos los residentes del valle y que obedece a la dieta, al clima y a las condiciones de vida y trabajo que reinan en él. Perrault, que sobrepasa los 250 años, sabe que está a punto de morir y que el mundo corre el riesgo de ser destruido, por eso necesita un sucesor que continúe su obra y sea capaz de preservar los conocimientos que atesora el monasterio. El elegido contra su voluntad es… Conway.
Los acontecimientos se precipitan. Después de pensárselo mucho, decide aceptar el ofrecimiento, pero Mallinson le convence para que escapen con la ayuda de Le-Tsen, la pareja del primero. La fuga se salda con la muerte de los dos amantes y la amnesia de Conway que, después de recibir el alta en un hospital de Chung-Kiang se arrepiente y decide hacer todo lo posible para localizar y regresar al lugar del que nunca debería haber huido. The end.
A grandes rasgos éste es el argumento de Horizontes perdidos, una novela publicada en 1933 por James Hilton que, tras diversas vicisitudes, se convirtió en un éxito de ventas y que cuatro años más tarde, en 1937 y bajo el mismo título, fue llevada al cine por el director Frank Capra. Todo parece indicar que Hilton recurrió a sus rudimentarios conocimientos del Tíbet y de la cultura tibetana para fraguar el escenario en el que discurre la acción de su obra, pero esa evidencia no ha impedido que, desde entonces, decenas de tibetólogos, geógrafos, cronistas de viajes y aventureros hayan polemizado y discutido agriamente acerca de la localización del lugar que le sirvió de inspiración para crear ese paraíso imaginario. Algunos optan por ubicarlo en los valles pakistaníes de Hunza y Nagar; otros, en Ladakh o en el curso alto del río Sutlej (Tsaparang) y también los hay que lo sitúan en algún recóndito valle de las montañas Kun Lun.
Ajenas a estas polémicas, las autoridades chinas decidieron en 2001 que la ciudad de Zhongdian (chino) o Gyaltiang (tibetano), localizada en el noroeste de la provincia de Yunnan, a más de 3.000 de altitud, fuera rebautizada con el nombre de Shangri-La. El propósito de esta medida era diversificar la economía de la región a través del turismo. Y vaya si lo han conseguido… La avalancha de visitantes hipnotizados por la magia que parece desprenderse de esas dos palabras no ha cesado desde entonces. En realidad, eso es lo único que queda porque la ciudad tibetana original fue arrasada hasta sus cimientos y reemplazada por una réplica de hormigón, cemento y varilla de acero. A los turistas chinos que se pasean por sus calles no parece importarles que se trate de una recreación y que los edificios originales hayan sido víctimas de la piqueta. Sus mayores preocupaciones consisten en lograr un buen precio a la hora de alquilar uno de los cientos de trajes tibetanos tradicionales que se exhiben en los establecimientos que ofrecen este servicio y en localizar un lugar en el que poder posar para rentabilizarlo a través de decenas de fotografías y sus consiguientes likes.
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