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Sinaí, montaña ecuménica

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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La península del Sinaí se localiza en el cuadrante nororiental del continente africano. Este apéndice terrestre de 60.000 km2, perteneciente a Egipto y con forma de triángulo invertido, es un territorio desolado y semidesértico que durante milenios ha facilitado el tránsito de animales y hombres entre África y Oriente Medio o viceversa. Su interior se lo reparten las montañas y las dunas de arena. Las primeras ocupan buena parte de la mitad meridional lindante con el mar Rojo mientras que las segundas se extienden por el norte, hasta las orillas del Mediterráneo.

La población de este territorio apenas alcanza los 400.000 habitantes y, si exceptuamos los beduinos que habitan el interior, la mayoría se concentra en las áreas costeras, en las inmediaciones de Sharm el-Sheikh y de los restantes centros vacacionales que salpican el litoral del mar Rojo.

Esta gran lengua de tierra alberga la mayor parte de las montañas existentes en Egipto, elevaciones que superan ampliamente los 2.000 metros de altitud y entre las que figuran los picos Santa Catalina (2.642 metros), Zubayr (2.634 metros), Abu Shajarah (2.343 metros). Sinaí (2.285 metros) o Serbal (2.070 metros).

Nadie sabe a ciencia cierta de dónde procede el topónimo “Sinaí”. Algunos expertos sospechan que su origen está directamente relacionado con el dios lunar Sin, una deidad preislámica relativamente popular entre las tribus de Arabia. En cualquier caso, la montaña que da nombre a este territorio y que también es conocida bajo los apelativos de monte Horeb, jbel Musa (árabe) o har Sinai (hebreo) constituye un espacio sagrado para quienes profesan una de las tres religiones abrahámicas: cristianos, judíos y musulmanes. Los motivos son fáciles de imaginar. Dentro del Antiguo Testamento y de la Torah hebrea, existen dos libros (Éxodo y Deuteronomio) que afirman que éste fue el lugar elegido por Yahvé para manifestarse al pueblo de Israel y hacerle llegar su voluntad en forma de mandamientos. El vehículo o avatar que eligió para hacerlo fue una zarza en llamas; el destinatario, Moisés y el canal, dos losas de piedra cubiertas de caracteres. Por estos motivos, el Sinaí fue convertido desde los primeros siglos de nuestra era, e incluso antes, en uno de los santuarios al aire libre más célebres de todo el mundo. Su sacralidad, como sucede también con el Kailash, tiene carácter ecuménico, es compartida por los miembros de las tres confesiones que acabamos de mencionar. Ninguno de ellos duda de que la entrega de esas tablas –tablas de la alianza– tuvo lugar en sus inmediaciones. Allí es donde se selló el pacto que vincula a Dios con el destino de la humanidad y de cada uno de los seres humanos que la componen. Este ecumenismo ha sido llevado a la práctica en la cumbre del Sinaí porque en este espacio de reducidas dimensiones coexisten una mezquita y una capilla ortodoxa dedicada a la Santísima Trinidad (Agia Triada) que fue construida en 1934 sobre las ruinas de un templo del siglo XVI levantado con sillares extraídos de la misma cantera de la que Yahvé obtuvo las tablas.

Existen dudas acerca del emplazamiento exacto del lugar en el que Yahvé se manifestó y expresó sus deseos a Moisés. Aunque en la actualidad, casi todos los exégetas aceptan que esta teofanía se produjo en el monte Sinaí, a 50 kilómetros de la costa del mar Rojo y 75 de Sharm, hay indicios que apuntan en otra dirección. El candidato alternativo es el Serbal, a cuyos pies se edificó la primera fundación monástica de toda la península, un cenobio fechado en el siglo IV que posteriormente fue trasladado a su emplazamiento actual: los contrafuertes del pico Catalina.

Sea como fuere, la reputación de este paraje no tardó en atraer la curiosidad y el interés de viajeros, curiosos y peregrinos. Entre los primeros visitantes figura, precisamente, una hispanorromana nacida en el siglo IV llamada Egeria. Su crónica, titulada Itinerarium ad loca sancta contiene una entrada fechada el sábado 18 de diciembre de 383 en la que describe su llegada al lugar, el aspecto que presentaba y el itinerario seguido hasta alcanzar la cima. Así nos enteramos de que: “la montaña, vista de lejos, parece ser una sola, pero una vez que te internas en ella, vas descubriendo cimas diversas, si bien es todo el conjunto lo que se llama Monte de Dios. Aunque de manera especial se llama así a un pico que se halla en medio de todos los demás y en cuya cúspide se encuentra el lugar exacto al que descendió la majestad de Dios, según rezan las Escrituras”. O que “el sábado por la tarde nos adentramos en la zona montuosa y llegamos hasta algunos eremitorios donde los monjes que allí moraban nos acogieron de manera muy cordial, ofreciéndonos toda su hospitalidad; hay allí incluso una iglesia con un sacerdote. Pernoctamos allí, y al despuntar la mañana del domingo comenzamos a escalar, una tras otra, las sucesivas cimas, acompañados por el propio sacerdote y los monjes que allí habitaban (…) De manera que, hacia la hora cuarta, ganamos la cumbre de aquella montaña santa de Dios, el Sinaí, donde fue dada la Ley, es decir, el lugar mismo al que descendió la majestad divina en aquel día en que el monte se cubrió de humo”.

Desde entonces, todo sigue más o menos igual, apenas ha habido cambios en el paisaje o en las condiciones de la ascensión. Las únicas novedades han venido de la mano de los visitantes, las facilidades puestas a su disposición y sus motivos para llegar hasta allí.

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