Es una verdad como un templo que el talento es una cosa que, en la vida, está de veras mal repartido. He conocido a escaladores que bailan en la vertical pero que se tropiezan con una raya pintada en el suelo, a exploradores que se pierden dando vueltas por el casco viejo de cualquier ciudad y tengo un amigo himalayista, que subió al K2, y que cuando nieva en Pamplona no sale de casa porque “hace mucho frío”. Aquel chaval tenía sin duda la más extraordinaria capacidad que yo haya jamás contemplado para equivocarse de camino, escalar terreno descompuesto y ‘enriscarse’. Era un mal día para morir. Bueno, seguro que ningún día es bueno, pero éste era un día precioso de verano, y apeteceía andar por el monte, al sol.
Yo estaría preparando alguna expedición y me había comprado un pulsómetro nuevo, así que me encaminé a Unanua, dispuesto a sacarle chispas. Unanu, que así se dice en vasco, es un diminuto pueblo, más o menos a mitad de camino entre Vitoria y la capital navarra, bello, muy tranquilo y con 900 metros de desnivel justo desde la plaza hasta la cumbre de San Donato, hermosa cuesta en la que un servidor se entrena 30 veces por año.
Ese día subí andando-trepando-corriendo, que es un sistema efectivo cuando se trata de sobrevivir, o como en este caso, entrenar. Al regresar al pueblo, ya suavecito, mi sorpresa fue grande al observar a una buena cuadrilla de locales mirando con prismáticos hacia la montaña. Me explicaron que había una persona enriscada, algo alejada de la ‘ruta normal’, que no podía mover ni pies ni manos, aunque pegaba buenos gritos.
La situación no era simple, de modo que les deje mi número de móvil y el encargo de llamar a los bomberos, y eché a correr hacia arriba con la esperanza de que no hiciera falta mucho montaje y yo sólo pudiera ayudar al desventurado. Iluso de mí, había minusvalorado su talento. Intenté acercarme, primero trepando y luego ya escalando. Hice pasos mixtos, en tierra rota y roca, me agarré a arbustos, sudé cual cochino y, cuando las señales de alerta máxima de mi cerebro se dispararon, aún estaba a una buena distancia del chico.
Se había perdido siguiendo un camino de cabras y estaba en un pared casi vertical, 4 metros por debajo de una zona más fácil, pero no podía ni respirar. Si se movía, se mataba. Le grité que se estuviese tranquilo y quieto, y me dispuse a dar un largo rodeo para llegar a él desde arriba. Sonó mi móvil y eran los bomberos. Me contaron que venían dos de ellos, andando. Intenté hacerles ver que eso era inútil y que había que traer un helicóptero. No había otra opción. Me situé como pude justo por encima del atrapado y cuando llegó el helicóptero le señalé la posición. Luego todo fue como la seda, alguien se descolgó por el cable y un minuto después ambos estaban de vuelta en el pueblo. A este chico la vida le había dado otra oportunidad. A veces hasta la selección natural falla.
Un buen rato después regresaba yo, a pata, agotado y feliz. Ya sólo quedaban en la plaza un par de viejos “casheros” que me preguntaron, con acento vasco muy cerrado, por algunos detalles técnicos del suceso. Uno de ellos, el mayor, enarcó una ceja y me dijo:
-¿Y tú ya tenías “esperienshia” para andar ahí?
Su colega le miró con sorna, como quien oye a un necio, y me señaló muy serio:
-¿Tú no sabes quién es éste? Éste ha andado en América y la hostia...
Columna publicada en el número 3 de Campobase (Mayo 2004).