Cuando Rubén eclipsó al Madrid galáctico de Zidane

Iván Suárez

Las Palmas de Gran Canaria —

Cuando la Unión Deportiva Las Palmas recibió al Real Madrid el 3 de octubre de 2001, en el Estadio Insular aún resonaba, lejano, el eco de la machada de 1986, el éxtasis de la remontada ante los blancos en el recinto de Ciudad Jardín (4-3). Lo mantenía vivo el relato entusiasta de los testigos de una gesta grabada a fuego en la memoria de los amarillos.

A los que apenas articulábamos palabra cuando Juani Castillo descosía a la defensa merengue no nos era ajena aquella historia, escuchada un puñado de veces de boca de nuestros padres. Sin embargo, en 2001, aún sin 'Youtube', sonaba casi a película en blanco y negro. Sólo el recuerdo infantil de dos regalos de Reyes, una camiseta de la UD con el 9 de 'Koke' Contreras para mi hermano y otra con el 7 de Narciso para mí, le daban algo de color.

Tras la depresión de los noventa, con descenso al infierno de 2ªB incluido, Las Palmas había estrenado el siglo XXI con un ascenso a Primera. Fue un regreso efímero. Tras una buena primera temporada, la UD volvió a caer al abismo en la segunda arrastrado por el CD Tenerife, que se la llevó consigo con una victoria en el Insular en la penúltima jornada con gol del argentino Marioni. Un doloroso final para un equipo en el que formaban jugadores como Orlando, Jorge Larena, Ángel López, Paqui, Nacho González, Josico, Pablo Lago o Vinny Samways y que había hecho revivir a los aficionados amarillos, quince años después, una noche inolvidable, de gloria, de nuevo con el Real Madrid como víctima.

No había pasado un mes desde la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Era miércoles, 3 de octubre, sexta jornada de liga. En el siempre animado paseo por la calle Mas de Gaminde y en los aledaños del Insular se respiraba el ambiente de los días grandes. Venía el segundo Madrid del todopoderoso Florentino Pérez, el de los galácticos. Con el imperturbable Del Bosque al mando de la nave y con Figo y Roberto Carlos ausentes por compromisos internacionales, el gran aliciente para los canariones merengues, con permiso de Casillas y Raúl, era ver en acción a Zinedine Zidane, el gran fichaje de esa temporada y, por entonces, de lo poco salvable en un dubitativo inicio de campaña.

Y el franco-argelino bien pudo ser el protagonista del encuentro de no ser por la irrupción en la segunda parte de un joven que acababa de cumplir 20 años y que sacó los colores a los blancos con un desparpajo casi insultante. Con el 28 a la espalda, la cabeza rapada y una camiseta que le debía ir como dos tallas grande, Rubén Castro sobresalió y eclipsó a los galácticos con dos goles que hicieron temblar los cimientos del Insular y extasiar al técnico amarillo, el gallego Fernando Vázquez, que corría como un poseso por la banda.

La primera parte había acabado con intercambio de golpes y tablas en el marcador. Al gol inicial de Pablo Lago, tras un rechace en el cuerpo de Fernando Hierro, respondió Munitis con un remate a centro del tosco centrocampista camerunés Geremi Njitap, sustituto de Figo en la alineación de Del Bosque. No había terminado de celebrar el empate el conjunto madridista cuando Jorge Larena, uno de los canteranos que habían dado el salto al primer equipo con Sergio Kresic la temporada anterior, decidió que era el momento de dejar su sello en el partido en una contra en la que el fino medio canario superó por velocidad a ese portento físico llamado Makelele y se cruzó con un torpe Iván Campo, que lo atropelló a su paso. Penalti y gol de Jorge. La afición volvía a creer en la hazaña.

Fue Zidane el encargado de volver a enfriar los ánimos. Desde mi posición en la Grada Sur, próximo a la Curva, podía trazar una larga diagonal hasta el punto donde colocó la pelota para el tiro libre, hacia la Naciente y escorado a tribuna. No sólo lo pude ver con perspectiva, también oí el golpe seco del balón contra el poste antes de que botara en el césped y volviera a subir hasta la red ante la impotencia del portero argentino Nacho González. “¡Vaya papa!”, se escuchó en la grada. El francés, un consumado especialista en el lanzamiento de libres directos, no sabía entonces que ese gol en el Insular, en el minuto 40, sería el único de falta que marcaría como jugador del Real Madrid en partido oficial.

La grada se dividía al descanso. El grupo de los crédulos confiaba en la fragilidad defensiva de los pupilos de Del Bosque, un coladero por momentos, y en el descaro de la UD. Entre los escépticos cundía el derrotismo de los equipos modestos. Era el Madrid. No necesitaba jugar bien para ganar, tenía futbolistas que podían resolver el partido en un abrir y cerrar de ojos y siempre podía apelar a eso que llamaban casta si las cosas se torcían.

Y vaya si se torcieron para los blancos. Munitis fue expulsado por una absurda patada, Zidane se retiró con molestias y Orlando Suárez dejó su lugar en el campo al jovencísimo Rubén Castro, la figura del choque. “En la cantera hay un pibe, Rubén, que es mejor que Guayre, es potencia pura”, me había avisado un año antes un amigo futbolero, en plena explosión del delantero que posteriormente ficharía por el Villarreal, sonaría para el Barcelona y sería internacional con la selección española.

Rubén decidió estrenar su casillero de goles en Primera (ya lleva más de 80) a lo grande, contra el Madrid y con un doblete. Corría el minuto 29 de la segunda parte y Alberto Hernández, que conocía bien al delantero de La Isleta, se inventó un pase a lo Laudrup: recorte, mirada al tendido y picadita para sembrar la confusión en la zaga madridista y dejar a su compañero en un mano a mano contra Iker Casillas. El atacante intentó batir por debajo de las piernas al meta internacional, que rozó el balón y pudo desviarlo. Cuando la pelota se dirigía, llorando, a la parte exterior del poste, Rubén demostró más fe que el estadio entero y se lanzó, jugándose el tipo. Del corazón en un puño a la euforia, el Insular se caía y gritaba a su nuevo héroe. Los futbolistas del Madrid se miraban incrédulos, cruzaban los brazos en jarra y resoplaban. Se les iban otros tres puntos.

Pero faltaban quince minutos. Se acercaba la zona Cesarini, esa que el Madrid domina a la perfección, y el miedo se palpaba, más por lo que se presumía que podía hacer el equipo de Del Bosque que por lo que se veía en el campo. Mi vecino de la fila delantera en la grada Sur había desistido incluso de obsequiarnos con su broma habitual, esa que siempre hacía cuando los partidos se complicaban y se buscaban soluciones desde el banquillo. “Ya es hora de sacar a Monsi”, decía en referencia a Ramón González, un central que había llegado del Atlético de Madrid, que apenas jugó una veintena de partidos en Primera con la UD y que Kresic había utilizado en ocasiones como mediocentro, aunque no destacaba por sus condiciones técnicas.

La tensión estalló en el tiempo de descuento. El aficionado amarillo dejó de morderse las uñas con un saque largo de Nacho González que peinó Tevenet y llegó hasta Rubén, que bajó el balón con el pecho y proyectó una parábola impecable que sorprendió a Casillas para júbilo del Insular. Una vaselina desde 25 metros, el gol de la jornada, una imagen para la historia. Quince años después, los que sólo podíamos recitar de oídas los poemas épicos de los amarillos ya teníamos una gesta que contar en primera persona, la noche en la que el club que se había gastado 76 millones de euros en el fichaje de un solo jugador, el equipo que meses después levantaría su novena Copa de Europa, se rindió ante un canterano de 20 años.

Sexta jornada, a los quince años de la última victoria y con Zidane como protagonista. El partido de este sábado en el Estadio de Gran Canaria guarda curiosas coincidencias con el de aquella victoria del 3 de octubre de 2001. ¿Otra noche para la historia?