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Casi todo, deportes

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Cuando las prácticas deportivas se convirtieron en espectáculos, se perdió el bucle de la inocencia del espíritu olímpico: pasamos a la tragedia griega. Con la llegada de las retransmisiones televisivas, la cuestión no es quién juega sino por cuánto tiempo. O lo que es lo mismo: podíamos vivir en una permanente conexión en directo a un partido de baloncesto o de fútbol como único referente de la realidad. Casi estamos en eso.

Este verano llevamos sobredosis, que se lo digan a la televisión pública que entre Eurocopa de fútbol, tour de Francia y olimpiadas, no les deja hueco a las “pobrecitas” privadas. El día de la ceremonia inaugural olímpica tomábamos nota. Aburrimiento, dispersión, hasta que llegó Nadal, la Piaf y la Dion. Un fin de fiesta calculado para compensar las ánimas y los fastos. Pero nadie contaba, yo al menos, que la caverna estaba en guardia. Siempre está en guardia, desde Platón y hasta nuestros días: en peligro la familia, la cristiandad y el séptimo día. Qué le vamos a hacer, de nuevo un espectáculo aburrido y poco emocionante necesita ser defendido frente a las huestes de los ultramontanos. A lo mejor eso era lo que quería el presidente Macron, bajo la lluvia, único en las pantallas, sin alcaldesa de París, como el que gana en el último asalto.

Hay personas que estos días no se pierden ni un solo acontecimiento deportivo parisino. Las admiro. Busco la ilusión por todas partes y no la encuentro. En la lenta piscina, por lo visto, algo, sobre todo viendo a los y las waterpolistas, menudos esfuerzos y patadas. Tendrá que llegar el atletismo para mayores alegrías, no sé si patrias. Nadal, el tenista, empieza a parecerse al baloncestista Corbalán, que estaba siempre en las televisiones, a la hora que fuera, el día que fuera, de blanco o de rojo: sempiterno. Ojalá dure. Me gustará ver a caballos y deportistas en el concurso individual de saltos, el único deporte, creo, en que compiten en igualdad hombres y mujeres, ¿no podría haber alguno más así? Ni lo intentan, no vaya a ser que se les estropeen los jarrones de porcelana.

Y ese referente tardío, el 92 barcelonés: casi todo se cuenta respecto a él. Incluso, y en especial, el número de medallas que España no alcanzará, después de cinco días, solo una de bronce. En el 92 éramos más jóvenes, nos creíamos casi todo, hasta la exposición universal de Sevilla y el Madrid capital cultural: ¡manda carallo en La Habana!, que diría Manuel Fraga. Nos despertamos del sueño de sopetón, en mi caso, de bofetón: Remigia Polvorosa me reclamó la vajilla conmemorativa, los reclamos publicitarios que habían diseñado los sabios barceloneses, y una entrada de recuerdo de cuando vi a Larry Bird estirado en el suelo junto a Magic Johnson en el banquillo, en Badalona, a dos metros de mi asiento. Menos mal que escondí el CD de Los Manolos y All my loving sigue sonando en el recuerdo. Benditos sean.

Cuando las prácticas deportivas se convirtieron en espectáculos, se perdió el bucle de la inocencia del espíritu olímpico: pasamos a la tragedia griega. Con la llegada de las retransmisiones televisivas, la cuestión no es quién juega sino por cuánto tiempo. O lo que es lo mismo: podíamos vivir en una permanente conexión en directo a un partido de baloncesto o de fútbol como único referente de la realidad. Casi estamos en eso.

Este verano llevamos sobredosis, que se lo digan a la televisión pública que entre Eurocopa de fútbol, tour de Francia y olimpiadas, no les deja hueco a las “pobrecitas” privadas. El día de la ceremonia inaugural olímpica tomábamos nota. Aburrimiento, dispersión, hasta que llegó Nadal, la Piaf y la Dion. Un fin de fiesta calculado para compensar las ánimas y los fastos. Pero nadie contaba, yo al menos, que la caverna estaba en guardia. Siempre está en guardia, desde Platón y hasta nuestros días: en peligro la familia, la cristiandad y el séptimo día. Qué le vamos a hacer, de nuevo un espectáculo aburrido y poco emocionante necesita ser defendido frente a las huestes de los ultramontanos. A lo mejor eso era lo que quería el presidente Macron, bajo la lluvia, único en las pantallas, sin alcaldesa de París, como el que gana en el último asalto.