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El día en que Bush abrió la caja de Pandora
Para los politólogos, la independencia de Kosovo representa el último acto de la tragicomedia ideada por los estrategas occidentales, que desembocó en el desmembramiento de la antigua Yugoslavia, federación de estados y provincias que se unieron gracias a los esfuerzos desplegados, al final de la Segunda Guerra Mundial, por el mítico comandante guerrillero Josip Broz Tito. Pero Tito tuvo la “desgracia” de ser marxista y la República Federativa de Yugoslavia de haberse convertido, tras la caída del muro de Berlín, en el último baluarte de la “ortodoxia comunista” de Europa. Ello explica, aunque no justifica la precipitación de los generales de la OTAN de acabar con el “enemigo”, es decir, con el espejismo del totalitarismo de Europa oriental.
La ocupación de Kosovo por las fuerzas de la OTAN intervino a mediados de 1999, para impedir la repetición de los siniestros operativos de “limpieza étnica” llevados a cabo por el ejército de Belgrado en Bosnia y Croacia. Pero pese al mandato provisional de las fuerzas internacionales, éstas no tenían intención alguna de devolver el territorio a Serbia, país que ostenta la soberanía sobre el enclave. El protectorado de la OTAN iniciaba, pues, su larga marcha hacia la independencia o, mejor dicho, hacia una “soberanía bajo control internacional”. Extraño eufemismo éste, que trata de ocultar la incapacidad de los organismos internacionales de encontrar soluciones ecuánimes, capaces de preservar los intereses de todas las partes en el conflicto.
Para los serbios, la dramática batalla de Kosovo de 1389, representa la primera derrota infligida a los cristianos ortodoxos por los ejércitos otomanos. Para la minoría albanesa, se trata de una tierra conquistada, de una tierra ansiada. Entre 1974 y 1989, la provincia gozó de un estatuto de autonomía especial; Belgrado no tenía interés alguno de reavivar la llama del nacionalismo, del ya de pos sí proverbial separatismo de las étnias balcánicas. Tras la muerte del mariscal Tito y las aventuras bélicas de sus sucesores, que llevaron al desmantelamiento de Yugoslavia, la Casa Blanca y la OTAN fomentaron, voluntaria o involuntariamente, la adopción de políticas radicales. La intransigencia y la violencia se convirtieron en el común denominador de las relaciones intercomunitarias, llevando forzosamente el agua al molino del intervencionismo atlantista.
Las soluciones diseñadas por las Naciones Unidas ?el llamado Plan Ahtisaari? hacen caso omiso de los intereses de Belgrado, pasando también por alto las cuestiones relacionadas con la situación económica y la difícil convivencia étnica.
Durante el mandato de las Naciones Unidas, la provincia de Kosovo se dotó de estructuras institucionales que hubiesen debido permitir el funcionamiento de un estado embrionario. Sin embargo, los expertos estiman que las estructuras son inoperantes y la mayor parte del personal contratado por los organismos internacionales es? corrupto hasta la médula. Es éste el caso del sistema judicial, de la economía y la educación, sectores clave para la buena marcha de Kosovo, que no acaban de despegar. Asimismo, existe un importante déficit en materia de derechos humanos, imperio del derecho y/o estructuras democráticas. A ello se suma la inquietante proliferación de redes mafiosas, dedicadas a tráficos de toda índole.
No hay que extrañarse, pues, si a la hora de le verdad los medios de comunicación europeos acogen la independencia de Kosovo con una gran dosis de pesimismo. Comentando la precipitación de los grandes países del Viejo Continente ?Reino Unido, Francia, Alemania e Italia? en reconocer el nuevo Estado, el rotativo galo Libération escribe: “Europa ha creado un precedente que será sin duda explotado por los (nacionalistas) flamencos, catalanes, vascos y corsos para denunciar una política de doble rasero. La creación de este mini Estado económicamente inviable y extremadamente corrupto constituye un peligro potencial para la estabilidad (del continente).
En este contexto, conviene recordar que Rusia, campeona de la política de paneslavismo, que rige las relaciones de Moscú con Serbia y Bulgaria, podría “castigar” la iniciativa de Bush, recurriendo al boicot energético de Occidente.
Más allá de los confines balcánicos, la Rusia de Putin podría fomentar el nacionalismo y separatismo de Osetia, Abjasia o Nagorno Karabaj. Sin olvidar los otros candidatos a la independencia: Palestina, Kurdistán, Taiwan, Sahara occidental.
Para el diario alemán Die Welt “la independencia de Kosovo no es el punto final del proceso, sino el inicio de un largo y difícil camino”. Sólo cabe preguntarse: ¿Quo vadis, Europa?
Adrián Mac Liman
Para los politólogos, la independencia de Kosovo representa el último acto de la tragicomedia ideada por los estrategas occidentales, que desembocó en el desmembramiento de la antigua Yugoslavia, federación de estados y provincias que se unieron gracias a los esfuerzos desplegados, al final de la Segunda Guerra Mundial, por el mítico comandante guerrillero Josip Broz Tito. Pero Tito tuvo la “desgracia” de ser marxista y la República Federativa de Yugoslavia de haberse convertido, tras la caída del muro de Berlín, en el último baluarte de la “ortodoxia comunista” de Europa. Ello explica, aunque no justifica la precipitación de los generales de la OTAN de acabar con el “enemigo”, es decir, con el espejismo del totalitarismo de Europa oriental.
La ocupación de Kosovo por las fuerzas de la OTAN intervino a mediados de 1999, para impedir la repetición de los siniestros operativos de “limpieza étnica” llevados a cabo por el ejército de Belgrado en Bosnia y Croacia. Pero pese al mandato provisional de las fuerzas internacionales, éstas no tenían intención alguna de devolver el territorio a Serbia, país que ostenta la soberanía sobre el enclave. El protectorado de la OTAN iniciaba, pues, su larga marcha hacia la independencia o, mejor dicho, hacia una “soberanía bajo control internacional”. Extraño eufemismo éste, que trata de ocultar la incapacidad de los organismos internacionales de encontrar soluciones ecuánimes, capaces de preservar los intereses de todas las partes en el conflicto.