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Dimisiones, ceses y exigencias

Casi no hay, ni ha habido en los últimos tiempos, un discurso en el que no se exija la dimisión de alguien alegando las más variadas razones, unas veces con fundamento y otras por pintorescos motivos. Unos y otras enfatizan de forma distinta su estado emocional, que oscila desde el escándalo íntimo, ético, estético y convencido al es-cán-da-lo pinturero. Y de tanto exigir y tan pocos resultados obtener, los ciudadanos oyen esos lamentos pero no los escuchan, les aburre y les aleja un paso más del circo montado día sí y otro también. Para no dimitir como ciudadanos, algunos intentan refugiarse en los mal llamados programas del corazón que en realidad tratan de lo que la naturaleza ha ubicado una cuarta por debajo, o hacia los pies si se está en posición tumbada, más cómoda y relajada para tales menesteres. Esos espacios televisivos están trufados con los nuevos filósofos y sesudos analistas políticos al estilo de los contertulios gritones del desaparecido programa Crónicas Marcianas. Tampoco habría que extrañarse de eso pues ya en el siglo XIV el Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor, estrofa 71, escribía en verso, trascrito al castellano moderno:Como dice Aristóteles —y es cosa verdadera—,el mundo por dos cosas trabaja: la primera,por tener mantenencia, y la otra cosa erapor poderse juntar con hembra placentera. Si no se desea hacer un brindis al sol, no se debería realmente pedir la dimisión al propio presunto pecador, de la pradera en muchos casos, sino exigirle a su jefe que lo cese. Es evidente, aunque no lo parezca, que es un gesto inútil solicitarle al sujeto objeto de las diatribas que dimita, es decir que voluntariamente abandone irrevocablemente su puesto, cargo, canonjía o prebenda, pues se está apelando a la sana conciencia y a la buena o ejemplarizante ética pública del personaje al que se le está negando precisamente esas mismas cualidades al pedirle que se vaya cuando él no ha abandonado motu proprio. Sería como pretender que un delincuente, presunto es la palabra de moda, atestigüe contra sí mismo. Prueba evidente de esa situación irracional es el burdo montaje teatral que hace el afectado, al decir que ya ha presentado su dimisión y ha puesto su cargo a disposición de su superior jerárquico. En realidad con ese gesto espera que su jefe lo ratifique y apoye, porque si fuera sincera aquella actitud habría enviado una carta anunciando que se va a su casa, no la súplica encubierta de que se pase por alto el asunto. Como hoy va de citas, fábulas y refranes, añado dos: “perro no come perro” y “aquí no dimite nadie”. Por eso las exigencias se quedan tan sólo en cruce de palabras y acusaciones mutuas entre los cabeceras de cartel, me resisto a llamarles líderes, y para el resto de los mortales en charlas de café, con leche para los más “sulibellables”, por cierto, palabra incorporada al lenguaje cotidiano por aquellos nicaragüenses encabezados por Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina que acabaron adictos a los “perjúmenes” de la revolución Sandinista. José Fco. Fernández Belda

Casi no hay, ni ha habido en los últimos tiempos, un discurso en el que no se exija la dimisión de alguien alegando las más variadas razones, unas veces con fundamento y otras por pintorescos motivos. Unos y otras enfatizan de forma distinta su estado emocional, que oscila desde el escándalo íntimo, ético, estético y convencido al es-cán-da-lo pinturero. Y de tanto exigir y tan pocos resultados obtener, los ciudadanos oyen esos lamentos pero no los escuchan, les aburre y les aleja un paso más del circo montado día sí y otro también. Para no dimitir como ciudadanos, algunos intentan refugiarse en los mal llamados programas del corazón que en realidad tratan de lo que la naturaleza ha ubicado una cuarta por debajo, o hacia los pies si se está en posición tumbada, más cómoda y relajada para tales menesteres. Esos espacios televisivos están trufados con los nuevos filósofos y sesudos analistas políticos al estilo de los contertulios gritones del desaparecido programa Crónicas Marcianas. Tampoco habría que extrañarse de eso pues ya en el siglo XIV el Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor, estrofa 71, escribía en verso, trascrito al castellano moderno:Como dice Aristóteles —y es cosa verdadera—,el mundo por dos cosas trabaja: la primera,por tener mantenencia, y la otra cosa erapor poderse juntar con hembra placentera. Si no se desea hacer un brindis al sol, no se debería realmente pedir la dimisión al propio presunto pecador, de la pradera en muchos casos, sino exigirle a su jefe que lo cese. Es evidente, aunque no lo parezca, que es un gesto inútil solicitarle al sujeto objeto de las diatribas que dimita, es decir que voluntariamente abandone irrevocablemente su puesto, cargo, canonjía o prebenda, pues se está apelando a la sana conciencia y a la buena o ejemplarizante ética pública del personaje al que se le está negando precisamente esas mismas cualidades al pedirle que se vaya cuando él no ha abandonado motu proprio. Sería como pretender que un delincuente, presunto es la palabra de moda, atestigüe contra sí mismo. Prueba evidente de esa situación irracional es el burdo montaje teatral que hace el afectado, al decir que ya ha presentado su dimisión y ha puesto su cargo a disposición de su superior jerárquico. En realidad con ese gesto espera que su jefe lo ratifique y apoye, porque si fuera sincera aquella actitud habría enviado una carta anunciando que se va a su casa, no la súplica encubierta de que se pase por alto el asunto. Como hoy va de citas, fábulas y refranes, añado dos: “perro no come perro” y “aquí no dimite nadie”. Por eso las exigencias se quedan tan sólo en cruce de palabras y acusaciones mutuas entre los cabeceras de cartel, me resisto a llamarles líderes, y para el resto de los mortales en charlas de café, con leche para los más “sulibellables”, por cierto, palabra incorporada al lenguaje cotidiano por aquellos nicaragüenses encabezados por Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina que acabaron adictos a los “perjúmenes” de la revolución Sandinista. José Fco. Fernández Belda