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Federico

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El odio no tiene ideología. Se alimenta de sí mismo, se alimenta de odio. Las personas odiadoras sí tienen ideología, a veces difusa, casi siempre perversa. Así se confunde todo, en estos tiempos y en los anteriores. El odio es una constante de la humanidad, solo cambian sus manifestaciones, en cantidad y difusión. Las mal llamadas redes sociales son el altavoz perfecto para la amplificación del odio. Se demuestra cada día, ese horrible y penúltimo asesinato de un niño de once años. Después vienen los otros, los grandes medios de siempre, sobre todo los audiovisuales, a amplificar los decibelios que faltaban.

Con el odio, por el odio, desde el odio, asesinaron a Federico García Lorca en Granada, hace ochenta y ocho años. Casi nadie lo ha recordado y pienso que debería hacerse todos los agostos. Federico es el símbolo, para su desgracia, del efecto maldito de casi todos los odios de esta tierra de nombre España. El símbolo de los asesinados y de los que todavía están en las cunetas, entre otras cosas. Hasta que no se desvele el misterio de sus restos, el odio seguirá pervirtiendo su gran figura literaria. No hay nada mejor que seguir leyendo a Federico, en la inmensidad de su teatro, en la cumbre de su obra poética. También hay reflexiones que ayudan a la imaginación y a la comprensión. Así, por ejemplo, el olvidado y denostado libro de Ángel Álvarez de Miranda, “La metáfora y el mito”: “los pechos fecundos o que aspiran obsesivamente a la fecundidad son como una constante en la obra de Lorca.” Es solo una cita con cierta carga poética. Otro, un libro de encargo de Carlos Edmundo de Ory, “Lorca”, todo un compromiso: “tenía la intuición de los subterráneo.(…) Esto es lo esencial en Lorca: la elementalidad fogosa de un lirismo temperamental.” Ambos libros, escritos en los años sesenta del pasado siglo XX, casi resultan imposibles hoy en su concepción clásica sobre la obra lorquiana: son tan impenetrables como él, tienen casi tanto “duende” como él, nos llevan a la sangre y a la muerte, y al candor, como hace Lorca en toda su obra.

Hubo un punto y aparte, para mí, “Poeta en Nueva York” que para de Ory “expresa esta angustia del desarraigo en un caos de imágenes demenciales.” Una mañana de otoño barcelonés, con veinte años recién estrenados en 1978, me encontré con esa angustia desarraiga casi por primera vez, es mi primer recuerdo. Leímos un poema, “Nueva York, oficina y denuncia” que nuestro profesor José María Valverde nos traía mecanografiado y fotocopiado: todo cambió, las calles y las motocicletas, la alta Diagonal de Barcelona y los pérfidos estudiantes de arquitectura, los días y les dones, la metafísica de la segunda planta y el neomarxismo de la tercera. Las estructuralistas de la cuarta me invitaron a hachís y fue una gran fiesta preconstitucional. Qué bellas.

Lo fácil, incluso lo propio, sería reproducir aquí unos versos de ese poema. No, búsquenlo que tienen tiempo todavía en su ocio equinoccial. Cuando llegue la tarde, estén donde estén, con Davis de fondo, Cohen en el postigo, y quizás Moustaki en el recuerdo, lean a Lorca y su “Poeta en Nueva York” y recuerden que hace ochenta y ocho años y dos días, nos lo robó el odio.

 

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