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Ana María Moix

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Con la edición de su poesía completa en la mesilla de la habitación del hotel, vi en la faja encomiástica del libro que este año era su año, el año Ana María Moix. Porque hace diez años que se fue la amiga de “Dulce Jim.”

Por eso, cuando me disponía a escribir el último artículo del año, su foto de niña adolescente en la portada lo cambió todo. Lo cambió todo porque iba a escribir muy enfadado, por el estado de las universidades públicas madrileñas, por las manipulaciones de los que ven en la asunción de los mossos (policía de Catalunya) de la vigilancia de aeropuertos catalanes como una dejación del estado. ¿No será que esos mismos ven a la guardia civil y a la policía nacional en Catalunya como una fuerza de ocupación y no de seguridad? Por la endeblez e hipocresía del Gobierno de Canarias. Por muchos desvaríos varios.

En fin, enfadado con el ambiente que importa en este país, me vi reflejado en la foto de la prologuista de mi primer libro de poemas, “Alfileres para Carlota”, y me acordé de mi última nochebuena en Barcelona, 1997. Le regalé un ejemplar recién salido de imprenta y ella lo leyó con parsimonia y esa mirada única de inteligencia y amor que tenía. Recordé también cómo se gestó el prólogo, por las terrazas de la calle Enrique Granados, cerca de su casa. Entre güisqui y güisqui, hablamos más que nunca. Ya me había dicho sí a mí petición, casi sin leer el manuscrito pero quería escucharme como poeta. Aquella Nochebuena, antes de mi definitiva instalación en Canarias, cenamos juntos su compañera Rosa, el hermano de esta, mi gran amigo el escritor Rafael Sender, y sus sobrinos. No sabía entonces cómo aquel recuerdo barcelonés, penúltimo de los tiempos, iba a crecer con los años hasta convertirse en un hito superior de mi leyenda personal. Días antes, en Las Palmas de Gran Canaria, caí en la catástrofe de regalar las galeradas corregidas de los alfileres a la que sería la madre de mi hijo Guillermo. Cosas de los tiempos. Lo importante es no olvidar nunca la generosidad y Ana Moix lo fue mucho conmigo. Leyendo ahora sus poemas de los años sesentas, permanezco perplejo por su lucidez estética y su consistencia ética: no en vano Castellet la incluyó -única mujer- en su mítica antología Nueve novísimos poetas españoles (1970). Castellet era una suerte de Carlos Barral con peor carácter y menor intuición empática. Aun así ambos, junto con Marsé, Gil de Biedma, Goytisolo y otros como Ángel González, cuando sus labores en el ministerio de Obras Públicas le permitían viajar desde Madrid, tomaban cañas de cerveza, vinos, vermús e inigualable ensaladilla en la cafetería “Cristal” a lado de Vía Augusta-Diagonal. Años después me hice asiduo de aquella cafetería que además era librería.

El recuerdo de la Moix me libró de mis enfados. Enfados acrecentados con el discurso del Rey y sus interpretaciones y secuelas. No puedo superar que me recuerde al del general superlativo, aunque el de este se producía el 30 de diciembre. La casa real y sus sabios no deberían perder el tiempo en la redacción, penosa, de un discurso anquilosado entre las piedras del Palacio Real. Sería más útil y agradable para la ciudadanía, emitir una película publicitaria, un spot, con los avatares reales del año. Acompañado de la música adecuada –por ejemplo, alguna canción de Julio Iglesias o de María del Monte- Felipe VI sonreiría a su mujer y sus hijas y les diría “¡Somos nosotros!”.

Feliz 2025.

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