Espacio de opinión de Canarias Ahora
Guardaespaldas
- Tendré que alegar de otras cosas en la columna de mañana, que bastante van a largar ustedes de la sesión y sus maniobras. Y les pareció bien. Y hasta les noté un punto de envidia por el desmarque mientras se mandaban, nos mandábamos, después de un baifo frito con esmerada sabiduría y ya, en plan de postre sibarítico unos chupitos de ron Zacapa, el mejor del mundo, en mi modesta opinión: 23 años. Viejo para licor. Joven para dama. El Coto suele ser un establecimiento discreto, pero ayer no lo era tanto. Había hasta un señor con un móvil que, cuando sonaba -.y sonó varias veces- emitía una versión irritante de la música compuesta por Ennio Morricone para La muerte tenía un precio. En el local había empresarios de la medicina y de la noche y del espectáculo. Y supe que ya se habían vendido 37.000 localidades para el concierto de Maná de esta noche. Y también llegó, inopinadamente, Miguel Zerolo, a quien el crispamiento se le sale como humo por los poros que le van dejando los pelillos que pierde por las entradas frontales. Miguel va con guardaespaldas que comen en otra mesa distinta a la suya, sopeteando pan en las salsas. Llevar gorilas por Las Ramblas chicharreras es una mamarrachada estúpida porque nadie va a atentar contra la integridad del personaje. Si los vecinos quisieran cargárselo, ya se lo habría cargado en las urnas. Y no ha habido manera, esa es la verdad, aunque en esta ocasión, Miguel como Paulino, se haya visto obligado para instalarse en el machito uno y para continuar en él, a ceder insólitas cuotas de poder y de poderío a los populares de Soria o de Ángel Llanos, según el caso. A un señor que utiliza un teléfono con la banda sonora de La muerte tenía un precio y que no tiene la elegancia de desconectarlo antes de instalarse en un lugar público, deberían prohibirle la entrada en un restaurante de prestigio como el de la calle General Poded, que ya es hora de llamarla calle Domingo Pérez Minik. Y a un alcalde que entra con guardaespaldas y un tic de nerviosismo beligerante en el mismo y exclusivo negocio, se le da una tila para ver si se calma, y se le sugiere que sea menos exhibicionista con el personal de seguridad, que canta un montonazo. Aunque uno esté por la labor de que el servicio coma tan bien como sus señoritos. ¿Por qué no, oye? José H. Chela
- Tendré que alegar de otras cosas en la columna de mañana, que bastante van a largar ustedes de la sesión y sus maniobras. Y les pareció bien. Y hasta les noté un punto de envidia por el desmarque mientras se mandaban, nos mandábamos, después de un baifo frito con esmerada sabiduría y ya, en plan de postre sibarítico unos chupitos de ron Zacapa, el mejor del mundo, en mi modesta opinión: 23 años. Viejo para licor. Joven para dama. El Coto suele ser un establecimiento discreto, pero ayer no lo era tanto. Había hasta un señor con un móvil que, cuando sonaba -.y sonó varias veces- emitía una versión irritante de la música compuesta por Ennio Morricone para La muerte tenía un precio. En el local había empresarios de la medicina y de la noche y del espectáculo. Y supe que ya se habían vendido 37.000 localidades para el concierto de Maná de esta noche. Y también llegó, inopinadamente, Miguel Zerolo, a quien el crispamiento se le sale como humo por los poros que le van dejando los pelillos que pierde por las entradas frontales. Miguel va con guardaespaldas que comen en otra mesa distinta a la suya, sopeteando pan en las salsas. Llevar gorilas por Las Ramblas chicharreras es una mamarrachada estúpida porque nadie va a atentar contra la integridad del personaje. Si los vecinos quisieran cargárselo, ya se lo habría cargado en las urnas. Y no ha habido manera, esa es la verdad, aunque en esta ocasión, Miguel como Paulino, se haya visto obligado para instalarse en el machito uno y para continuar en él, a ceder insólitas cuotas de poder y de poderío a los populares de Soria o de Ángel Llanos, según el caso. A un señor que utiliza un teléfono con la banda sonora de La muerte tenía un precio y que no tiene la elegancia de desconectarlo antes de instalarse en un lugar público, deberían prohibirle la entrada en un restaurante de prestigio como el de la calle General Poded, que ya es hora de llamarla calle Domingo Pérez Minik. Y a un alcalde que entra con guardaespaldas y un tic de nerviosismo beligerante en el mismo y exclusivo negocio, se le da una tila para ver si se calma, y se le sugiere que sea menos exhibicionista con el personal de seguridad, que canta un montonazo. Aunque uno esté por la labor de que el servicio coma tan bien como sus señoritos. ¿Por qué no, oye? José H. Chela