Espacio de opinión de Canarias Ahora
¿Hablamos de la estupidez?
Resulta cuanto menos curioso: en un universo de comunicación como el nuestro, acaso el que reúne bajo su manto supremo el mayor acopio de posibilidades de difusión de información de la historia, se habla constantemente de la inteligencia artificial, pero se reflexiona muy poco, demasiado poco a la luz de los acontecimientos, acerca de su referente paralelo, la estupidez artificial. Más aún cuando, desde cualquier análisis medianamente sesudo que pueda hacerse, la estupidez artificial —exclusivamente aquella forma de estupidez que se propaga desde las agencias publicitarias en que se han convertido muchos medios de comunicación y que casi siempre fueron las redes sociales— va ganando la partida. Lamentablemente, parece que hay pocos datos que permitan refutar la idea de que la propia inteligencia artificial no es más que un agente eficaz de aquélla: un agente infiltrado, capaz de generar víctimas, incapaz de hacer prisioneros.
La lógica de mercado propia de la actual revolución capitalista confiere a la «creación de la necesidad de consumo» una importancia sobrenatural —como es sabido, las lógicas de mercado están repletas de tales sobrenaturalezas (comenzando por el mercado mismo)—, de tal modo que en el afán de crear nuevas necesidades podemos encontrarnos con un grupo no desdeñable de personas inteligentes que según pregonan a los cuatro vientos, duermen en sus despachos, renuncian al tiempo libre y abandonan a sus familias para crear herramientas que nos facilitan la vida al mismo tiempo que enriquecen a sus promotores. Pequeños grupos de humanos que «hacen mucho» para que otros “hagan nada”. Los diez mil hijos de los Elon Musk et alia han asumido como propia la máxima de sus líderes y del mercado para ofrecernos vidas simplificadas servidas en dispositivos de diseño. Un poco conocido, pero muy lúcido, adagio de Lev Tolstoi describe bien el escenario: “Más vale no hacer nada que hacer nada”. A cambio de unas pocas monedas, la humanidad puede suprimir la necesidad de escribir, de leer, de investigar, de conocer, de calcular, de participar, de construir, de planificar, de pintar, de fotografiar, de saber y hasta —¿cuánto queda para ello?— de gobernar. Esta idea de «renuncia» es en sí misma una falacia y esos pequeños grupos de trabajadores abnegados son la mejor prueba de ello. Por más que se publicite, la inteligencia artificial, como herramienta que es, no puede «salvarnos» de la necesidad ingrata —estimulante— de frecuentar lo difícil. Sin embargo, la acción conjunta de algoritmos y anhelos teje en la actualidad numerosos daños colaterales capaces de embelesarnos, de mecernos, de embaucarnos hacia un mundo en el que, al menos en su apariencia virtual, cada problema tiene su solución y cada acción su herramienta simplificadora.
¿Ha llegado, entonces, el momento de comenzar a hablar de la estupidez, de la estupidez artificial, y del peligro que se corre si no hallamos la fórmula para ponerle freno? Es fácil comprender la renuencia de la política para manifestarse acerca de la creciente estupidez artificial de una parte significativa de la ciudadanía. Nadie se atreve a decir desde una tribuna pública, aunque se piense, que una parte de los votantes —una parte cada vez más decisiva— hace tiempo que dejó de comprender de qué va el mundo y, más aún, renunció a la idea de tratar de volver a comprenderlo. Una parte de la ciudadanía siente que obscenidades como el terraplanismo, el creacionismo o el conspiracionismo son opciones aceptables. Opciones verdaderas porque así «las sienten». Sienten que la tierra es plana y nadie posee legitimidad para menospreciar ese “sentimiento sentido” con fuerza y con convicción. Sienten que la teoría de la evolución es una patraña y nadie puede alterar la pureza con la que “sienten ese sentimiento”. Y con tan ligeras alforjas les basta para obrar en consecuencia. (De hecho, el descenso de creyentes en el terraplanismo es una constante universal que se usa como medida de evolución de la especie: en las dos últimas décadas, la curva de descenso del terraplanismo no sólo se ha estabilizado, sino que se ha invertido y ha comenzado a crecer.)
Por supuesto, hay opciones políticas a las que este tipo de sentimiento les permite ganar opciones de poder. Una vez que la pragmática ha puesto en relación el desconcierto generalizado y las opciones de voto, no han dudado en utilizar a su favor, mediante la administración de estímulos publicitarios disfrazados de noticias, tales argumentos. Del otro lado, hay un miedo sincero a que el electorado se moleste si de repente algún análisis se atreve a desvelar, como en el cuento, pero dándole la vuelta al cuento, que el público del desfile va desnudo mientras el emperador trota sobre su caballo trajeado con esplendor. Hay miedo a que el electorado se revuelva, y ese miedo parece ser, de momento, más decisivo que el daño que se hace al mismísimo sistema democrático. Cuando la ciudadanía naufraga, la democracia es poco más que un barco a la deriva. En lo hondo de la democracia subyacen valores utópicos que ninguna purga pragmática logra deshacer. Hay, en ella, una voluntad de hacer posible la convivencia que adquiere rango racional cuando quienes la ejecutan pueden discernir su voto mediante un análisis apto de sus intereses, por contrapuestos o alineados que se encuentren con los intereses colectivos. La democracia no es una oportunidad para convencer al que piensa distinto, como muchas veces se dice entre apelaciones al consenso, sino un buen sistema para lograr que los que piensan distinto puedan convivir. No es lo mismo, aunque pueda parecerse. Cuando esa capacidad de análisis no está presente, la democracia deja de ser un sistema efectivo para lograr la convivencia, y se convierte, en cambio, —¡maldita sea!— en un sistema de legitimación de desmanes. Conocemos la relación de Hitler con las urnas. Esto algo que debería alarmarnos.
Muy pronto, en Estados Unidos, se dará la posibilidad de que un candidato que ataca directamente en sus mítines a latinos, afroamericanos, musulmanes, árabes, judíos, feministas o comunidad LGTBI gane las elecciones gracias —también— a los votos de algunos latinos, de algunos afroamericanos, de algunos musulmanes, de algunos árabes, de algunos judíos, de algunas feministas y de algunos miembros de la comunidad LGTBI. Este es, al menos, un buen ejemplo de estupidez artificial. Un candidato que utiliza el argumento de que si, a pesar de sus condenas en los juzgados, de lo sucedido en el Capitolio, de sus abusos, el voto de sus partidarios crece es porque es un «elegido», un líder, un duce; el único que puede salvar su nación —y salvar, ha dicho ya, supone aquí “limpiar la sangre”. Otro buen ejemplo de estupidez artificial.
En España, un porcentaje relevante de la ciudadanía acepta con entusiasmo que se atraigan hacia la agenda social problemas ficticios (como la competencia de la emigración en el mercado de trabajo o la delincuencia) y aumenta su apoyo a la ultraderecha —a esa ultraderecha subida a la parra de la desinformación y el bulo— con cada nuevo escándalo. Otro ejemplo de estupidez artificial. Habría muchos más. Aquí y allá la realidad está teñida, lamentablemente, de casos abundantes (sangrantes, en el sentido literal): en Gaza, en Albania, en Turingia, en Argentina, en Arabia Saudí, en Israel, en Italia, en Hungría, en Gaza, en Gaza, en Gaza… Quizá por ello —proponemos— ha llegado el momento de hablar de la estupidez, de la estupidez artificial. No hay ninguna línea de pensamiento que lleve de la inteligencia artificial a la inteligencia universal. En cambio, la línea que va de la estupidez artificial a la estupidez universal parece ya trazada. ¿Hablamos?
Resulta cuanto menos curioso: en un universo de comunicación como el nuestro, acaso el que reúne bajo su manto supremo el mayor acopio de posibilidades de difusión de información de la historia, se habla constantemente de la inteligencia artificial, pero se reflexiona muy poco, demasiado poco a la luz de los acontecimientos, acerca de su referente paralelo, la estupidez artificial. Más aún cuando, desde cualquier análisis medianamente sesudo que pueda hacerse, la estupidez artificial —exclusivamente aquella forma de estupidez que se propaga desde las agencias publicitarias en que se han convertido muchos medios de comunicación y que casi siempre fueron las redes sociales— va ganando la partida. Lamentablemente, parece que hay pocos datos que permitan refutar la idea de que la propia inteligencia artificial no es más que un agente eficaz de aquélla: un agente infiltrado, capaz de generar víctimas, incapaz de hacer prisioneros.
La lógica de mercado propia de la actual revolución capitalista confiere a la «creación de la necesidad de consumo» una importancia sobrenatural —como es sabido, las lógicas de mercado están repletas de tales sobrenaturalezas (comenzando por el mercado mismo)—, de tal modo que en el afán de crear nuevas necesidades podemos encontrarnos con un grupo no desdeñable de personas inteligentes que según pregonan a los cuatro vientos, duermen en sus despachos, renuncian al tiempo libre y abandonan a sus familias para crear herramientas que nos facilitan la vida al mismo tiempo que enriquecen a sus promotores. Pequeños grupos de humanos que «hacen mucho» para que otros “hagan nada”. Los diez mil hijos de los Elon Musk et alia han asumido como propia la máxima de sus líderes y del mercado para ofrecernos vidas simplificadas servidas en dispositivos de diseño. Un poco conocido, pero muy lúcido, adagio de Lev Tolstoi describe bien el escenario: “Más vale no hacer nada que hacer nada”. A cambio de unas pocas monedas, la humanidad puede suprimir la necesidad de escribir, de leer, de investigar, de conocer, de calcular, de participar, de construir, de planificar, de pintar, de fotografiar, de saber y hasta —¿cuánto queda para ello?— de gobernar. Esta idea de «renuncia» es en sí misma una falacia y esos pequeños grupos de trabajadores abnegados son la mejor prueba de ello. Por más que se publicite, la inteligencia artificial, como herramienta que es, no puede «salvarnos» de la necesidad ingrata —estimulante— de frecuentar lo difícil. Sin embargo, la acción conjunta de algoritmos y anhelos teje en la actualidad numerosos daños colaterales capaces de embelesarnos, de mecernos, de embaucarnos hacia un mundo en el que, al menos en su apariencia virtual, cada problema tiene su solución y cada acción su herramienta simplificadora.