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Hartito de Gallardón

Aunque, bien mirado, tampoco es eso. Lo que cansa realmente es que la política se reduzca cada vez más a golpes de efecto, a campanadas y bombazos mediáticos que buscan sorprender más que convencer; a que sea tan importante el tono del traje y el color de la corbata para comparecer en un debate televisivo. Así, se hacen encuestas para medir el inmediato impacto de la última noticia destacada y se marcan puntos arriba o debajo de diferencia; con empates técnicos entreverados que parecen incitaciones a los abstencionistas para que los deshagan en las urnas. De dos males, el menor sería el mensaje.

Por eso da tanto juego Gallardón. A pesar de que era bien sabido que los sectores ultras del PP no lo tragan. Ninguna novedad, pues, por ese lado. Lo que me gustaría es que alguien se decidiera a analizar la razón de que maltraten de esa manera a quien ha demostrado un tremendo arrastre electoral. De la que se culpa a la vieja guardia pepera nucleada alrededor de Aznar que ya despreció, en su día, a Rodrigo Rato al nombrar sucesor a Mariano Rajoy, más maleable y gris. El control del partido por encima de todo, aun a riesgo de comprometer el triunfo electoral. Más o menos como la jerarquía eclesiástica que adopta actitudes integristas porque sabe que quienes comparten su anacronismo constituyen su fuerza a la que debilitan los cristianos que piensan de otro modo.

España tiene una larga tradición ultramontana a la que no puede decirse que le haya ido mal. Para no remontarme demasiado, ahí están los cuarenta años de franquismo, su edad de oro reciente. Quedan reflejos de aquel tiempo que no consideran pasado sino futuro deseable. Porque están convencidos de que la suya es la única verdad y que son los demás quienes se equivocan y circulan en dirección contraria por la autopista. Sólo tienen que esperar a que salgan de su error y vuelvan a la España eterna. Dándoles un empujoncito, si fuera posible.

De ahí la manía a quienes se salen de esas coordenadas; tanto para el PP como para la jerarquía eclesiástica, los heterodoxos son un peligro para la España centinela de Occidente. Así es si así les parece.

Aunque, bien mirado, tampoco es eso. Lo que cansa realmente es que la política se reduzca cada vez más a golpes de efecto, a campanadas y bombazos mediáticos que buscan sorprender más que convencer; a que sea tan importante el tono del traje y el color de la corbata para comparecer en un debate televisivo. Así, se hacen encuestas para medir el inmediato impacto de la última noticia destacada y se marcan puntos arriba o debajo de diferencia; con empates técnicos entreverados que parecen incitaciones a los abstencionistas para que los deshagan en las urnas. De dos males, el menor sería el mensaje.

Por eso da tanto juego Gallardón. A pesar de que era bien sabido que los sectores ultras del PP no lo tragan. Ninguna novedad, pues, por ese lado. Lo que me gustaría es que alguien se decidiera a analizar la razón de que maltraten de esa manera a quien ha demostrado un tremendo arrastre electoral. De la que se culpa a la vieja guardia pepera nucleada alrededor de Aznar que ya despreció, en su día, a Rodrigo Rato al nombrar sucesor a Mariano Rajoy, más maleable y gris. El control del partido por encima de todo, aun a riesgo de comprometer el triunfo electoral. Más o menos como la jerarquía eclesiástica que adopta actitudes integristas porque sabe que quienes comparten su anacronismo constituyen su fuerza a la que debilitan los cristianos que piensan de otro modo.