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Hiperconectividad desconectada y otros asuntos

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Ana Tristán

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Como ya casi todos ustedes saben, yo vivo en Facebook. Cada mañana me despierto, qué remedio, y abro la ventana del móvil para cotillear y ver qué trae al mundo el nuevo día.

Mi vecindario de Facebook es mucho más peleón que el de carne y hueso, lo cual es en cierto modo un alivio. Qué agotador sería subir las persianas y encontrar a mis vecinos insultándose por desacuerdos en sus valoraciones del debate electoral, del feminismo de cuarta ola, de la extinción del atún rojo o el calentamiento global. Mi vecindario de Facebook vive para mostrar y propagar sus ideales, alegrías y miserias. Y yo, cada mañana, me empapo de sus secreciones psico-ideológicas, mientras nado en una taza gigantesca de café.

Como les decía, desde que vivo en los mundos digitales el mundo parece un lugar mucho más feo y bonito al mismo tiempo, cercano e inalcanzable, histérico, nervioso y trastornado. Parece un corral de gallinas cloqueando, una feria de vanidades, un cubo de basura emocional.

No me gustaría caer en el pesimismo moralizante, las Redes Sociales no son peores ni mejores que las redes al uso. Simplemente son, están aquí, forman parte de nuestra cabeza y nuestra sociedad, y por ello, no está de más conocerlas. Como dijera un señor muy listo y muy alemán: “La última cosa que yo pretendería sería mejorar a la humanidad. Yo no establezco nuevos ídolos”.

Derribar ídolos es mucho más reconfortante que levantarlos. Pero, me da a mí que en estos tiempos, como en casi todos, dentro de cada bicho andante hay un pequeño ídolo bigotudo queriendo salir, un ego agazapado sentando cátedra.

Hace cosa de unos meses me propuse hacer un estudio sociológico sin sentido, fui solicitando amistad virtual a personas que están en mis antípodas ideológicas, con el fin de “dar la vuelta a mis perspectivas” y “transvalorar mis valores”. Se lo recomiendo encarecidamente, es un ejercicio de lo más revelador.

En los primeros días del experimento sentí las siguientes contraindicaciones: ganas de intervenir y brindar mi opinión que en ese momento yo creía justa y necesaria (Error), ganas de marcharme del mundo que ante determinadas muestras de odio y soberbia se me antojaba injusto e innecesario (Error), ganas de batirme en duelo con quien tales injurias sostiene.

Una vez superados los primeros síntomas, me encontré preparada para asumir cualquier posición. Toda aberración paréceme normal. Todo artificio, natural.

Otra de las conclusiones extraídas de mi estudio acientífico ha sido que la ilusión de hiperconectividad nos desconecta. Hay un filósofo coreano, de cuyo nombre nunca logro acordarme, que se está haciendo de oro con este descubrimiento. Perdónenme la vanidad, la estoy entrenando. Tanto conocimiento nos abruma e inmoviliza. Tantas causas que afrontar nos disloca el juicio. El bombardeo informativo nos muestra un mundo en guerra, de esclavitud y horror a las puertas de Europa, de genocidio por inacción, de caos medioambiental, nuclear y animal. Pero cuando abrimos las ventanas, las calles prosiguen su curso habitual, todo parece transcurrir como siempre.

Estoy a punto de acabar esta columna y aún no he hablado de ningún tema de actualidad. Para que me puedan ustedes disculpar diré que la actualidad corre a marchas forzadas y sufre de amnesia. De vez en cuando, conviene parar las rotativas mundiales de novedades caducas y pararse a mirar, observar de forma sosegada, hacer geología y revolcarse en el magma que bulle debajo de la esquizofrénica realidad.

Después de tantas esdrújulas, mejor me voy a por otro café.

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