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La indiferencia

Sin embargo, el encuentro crucial del 9-M despierta menos pasiones y emoción que un Barça-Real Madrid. Es una impresión particular, pero avalada por alguna encuesta y por más de un titular de prensa. En Público, hace unos días, aparecía un sondeo en el que se incluía un matiz novedoso: aumenta el número de votantes a quienes gustaría que ni Zapatero ni Rajoy gobernasen. La portada de El País de ayer destacaba lo que podría ser un aviso a navegantes y hasta un resumen de la situación: las promesas electorales chocan con la indiferencia.

Y ese es, posiblemente, el peor clima deseable para unos comicios trascendentales: la indiferencia. Porque la indiferencia de Paulino Rivero (da igual quien gobierne España si CC puede influir) es, aunque cínica y pragmática, comprensible. El pequeño presidente se ha limitado a definir con sinceridad la “ideología” de su partido. Pero la indiferencia de la ciudadanía es una pésima señal. Aunque esa señal, al mismo tiempo, sirva para aquilatar la madurez de una población que empieza a estar hasta el gorro de que le tomen el pelo y de que los candidatos con posibilidades de ocupar La Moncloa se hayan enzarzado y vayan a seguir enzarzándose no en un debate dialéctico o en la defensa de un modelo claro de gobierno y de Estado, sino en una suerte de subasta o de mercadillo de compra de votos a través de promesas cuyo costo real y cuyas posibilidades de llegar a buen puerto ni siquiera se han analizado con seriedad.

Es probable que la indiferencia del personal ?lo que complica las predicciones sobre el resultado de estas elecciones? no se derive sólo de lo ocurrido hasta ahora en la precampaña, sino de lo que ha sucedido en toda esta legislatura en la que el partido del gobierno y el de la oposición han practicado menos que nunca la democracia auténtica, si aceptamos la definición de Albert Camus: “Demócrata, en definitiva, es aquel que admite que el adversario puede tener razón, que le permite, por consiguiente, expresarse y acepta reflexionar sobre sus argumentos”.

Así y todo, admitámoslo, unos han sido más demócratas que otros. Pero, las buenas gentes, más listas de lo que parecen, a quienes castigan es a la clase política. Al gremio en general del que, francamente, guárdenme un cachorro.

José H. Chela

Sin embargo, el encuentro crucial del 9-M despierta menos pasiones y emoción que un Barça-Real Madrid. Es una impresión particular, pero avalada por alguna encuesta y por más de un titular de prensa. En Público, hace unos días, aparecía un sondeo en el que se incluía un matiz novedoso: aumenta el número de votantes a quienes gustaría que ni Zapatero ni Rajoy gobernasen. La portada de El País de ayer destacaba lo que podría ser un aviso a navegantes y hasta un resumen de la situación: las promesas electorales chocan con la indiferencia.

Y ese es, posiblemente, el peor clima deseable para unos comicios trascendentales: la indiferencia. Porque la indiferencia de Paulino Rivero (da igual quien gobierne España si CC puede influir) es, aunque cínica y pragmática, comprensible. El pequeño presidente se ha limitado a definir con sinceridad la “ideología” de su partido. Pero la indiferencia de la ciudadanía es una pésima señal. Aunque esa señal, al mismo tiempo, sirva para aquilatar la madurez de una población que empieza a estar hasta el gorro de que le tomen el pelo y de que los candidatos con posibilidades de ocupar La Moncloa se hayan enzarzado y vayan a seguir enzarzándose no en un debate dialéctico o en la defensa de un modelo claro de gobierno y de Estado, sino en una suerte de subasta o de mercadillo de compra de votos a través de promesas cuyo costo real y cuyas posibilidades de llegar a buen puerto ni siquiera se han analizado con seriedad.