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Mentiras y urbanidad
La mentira, a pesar de su mala fama y social condena, es el mecanismo evolutivo que nos ha permitido convivir en común civismo desde que se inventara el civismo, más o menos. Las mentirijillas piadosas y otras fórmulas de cortesía nos permiten soportarnos unos a otros en este baile de disfraces que es la existencia. Únicamente los críos, los borrachos y los adultos sobrios más bien repelentes carecen de la urbanidad que nos proporciona el buen uso del embuste, el silencio selectivo y la verdad a medias. La inmensa mayoría, una vez alcanzado el metro de estatura, aprendemos a resignificar la verdad a través del lenguaje y los buenos modales. A partir del metro y medio ya no se nos permitirá llamar gordos a los gordos, feos a los feos, ni asquerosa a la comida asquerosa. Con eso del crecer y el madurar la graciosa naturalidad que aplaudimos en los pequeños se torna en la vergüenza y comedimiento que psicoanalizamos en los adultos.
Hasta cierto o incierto punto agradezco a mis coetáneos que se autocensuren cuando sienten la odiosa necesidad de opinar sobre mí en voz alta. Si me intuyen, a mí o a mi progenie, más o menos gorda, delgada, viejoven, mediocre, demacrada, ojerosa o bigotuda, agradezco que sea comentado en pétit comité de cotillas y no aireado a todo trapo ante la atónita mirada de mi persona, que soy yo, y de otras más.
Uno aprende que para ser aceptado en el mundo adulto es menester dejar de juguetear con los mocos en público, no informar a la comitiva del estado de nuestros esfínteres y desde luego no mostrar las partes nobles a los demás. Cuando este uno, u otro cualquiera, ya es capaz de atarse los cordones y hacer sus deposiciones de forma autónoma, irá desarrollando lenta y dolorosamente la capacidad de comprender el loco mundo que le rodea. Si cogemos a cualquier niño, metafóricamente hablando, a la edad de cinco años, descubiertas las primeras mieles del lenguaje y el caminar erguido, nos costará aún distinguir la mentira de la fantasía y el llanto aleatorio de la voluntad de poder. Nos veremos frecuentemente impelidos a probar disparatados manjares de arena con piedras y pétalos de geranio, o a soportar incontinentes berrinches ocasionados por el desprecio a la propiedad privada, lo que les lleva a creer que todo lo que les rodea y puebla el mundo es para uso y disfrute de su minúscula persona.
La niñez es como la Edad de Piedra del crecimiento. Los sonidos guturales y ditirambos típicos del infantil cromañón darán paso, no sin cierto trauma, al alfabetizado ciudadano domado ya en los jardines del embuste y la sintaxis.
Los niños de antaño venían sujetos al pico de una cigüeña francesa, por eso esta eclosión actual de Altas Capacidades, imagino. Un ratón de apellido Pérez colecciona dientes en connivencia con la industria dental y tres señores en camello vienen cada año desde Oriente hasta mi casa a dejar regalos y comer la yerba que afanosamente les dejamos la noche anterior. El fingimiento actúa como embellecedor legítimo de la gris realidad cuando somos pequeños y como herramienta de supervivencia ciudadana (y familiar) cuando nos hacemos mayores.
El Marketing empresarial se encarga profesionalmente del adorno privado del privado embuste y el Marketing político, de lo mismo, pero en el ámbito público. Y ahora repita conmigo:
“Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”
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