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Ostracismo

Si queremos buscar los orígenes históricos del episodio político que ha sacudido España en estos días, debemos remontarnos, cómo no, a la cuna de este sistema llamado Democracia. A finales del siglo VI a.C. en Atenas se habían vivido unos años bastante convulsos. La ciudad había experimentado un periodo de cuarenta años de tiranía, iniciada por Pisístrato y continuada luego por sus hijos, Hipias e Hiparco. Al expulsar al último de los tiranos y bajo la dirección de un nuevo personaje carismático, Clístenes, se iniciaron las reformas políticas que sentaron las bases de lo que posteriormente sería el poder en manos del pueblo (demos-krátos). Sin embargo, desde muy temprano, Clístenes previó el peligro que podía suponer para la estabilidad del nuevo régimen el que cualquier ciudadano pudiera llegar a convertirse en una amenaza que supusiese un retorno a la tiranía. O, peor aún, que algún magistrado pudiera desde su cargo convertirse en un obstáculo para la búsqueda del bien común. Es por esa razón que se introdujo lo que podríamos considerar el antecedente de la moción de censura.

Según cuenta Aristóteles en su Constitución de los Atenienses, Clístenes estableció la posibilidad de desterrar durante diez años de la ciudad a aquel que fuese considerado por la asamblea como un peligro para la comunidad. Obviamente, este sistema no se realizaba de forma aleatoria, sino que debía ser resultado de una votación. Para ello, a mitad de año se convocaba a los ciudadanos (lamentablemente en esta época en la que estamos solo estaban incluidos los hombres) para que decidieran si consideraban necesario que se votara el exilio de algún individuo. Si el resultado era favorable, se volvía a convocar al demos para hacer la elección dos meses después. Esta votación se realizaba al pie de un monte, en el conocido como barrio Cerámico, donde se concentraban la mayoría de los artesanos y alfareros. El soporte que se utilizaba para expresar el voto eran los trozos rotos de la cerámica desechada, que en griego se denominan “ostraka”, de ahí que finalmente este evento acabara siendo denominado “ostracismo”. En esas piezas se inscribía el nombre del individuo o individuos que se consideraba que debían abandonar la ciudad por un tiempo. Según Plutarco, eran necesarios 6000 votos para que se mandara a alguien al exilio, aunque otros autores consideran que esa cantidad era el quorum mínimo para que una votación resultara válida. En cualquier caso, al “afortunado” se le obligaba a marchar al exilio durante diez años, aunque no perdía su ciudadanía, ni sus posiciones en la ciudad. El ostracismo se planteaba inicialmente como una medida “profiláctica”, para extirpar preventivamente cualquier posible tentación de autoritarismo y malas prácticas en el gobierno.

Sin embargo, lo que en su origen se planteó como una medida de protección del Estado, podemos imaginar que pronto se convirtió en un instrumento en manos de la lucha política entre rivales por mantenerse en el poder. Las fuentes griegas están llenas de episodios en los que el ostracismo fue utilizado para eliminar al otro candidato, o para acabar con la carrera política de personajes que estuvieran destacando en la ciudad. Las acusaciones fueron de lo más variadas, desde la inicial de querer aspirar a la tiranía, hasta la más rocambolesca de “amigo de los persas” o “amigo de los espartanos”, (hay que entender que persas y espartanos no eran muy bien vistos en Atenas). Podemos imaginar que llegó un momento en que el sentido originario del ostracismo acabó por perderse. De hecho, la última vez que se aplicó fue en el año 416 a.C., cuando en una pugna entre dos rivales políticos, ambos se pusieron de acuerdo para exiliar a un tercero. Y este que era igual o más corrupto que los otros dos, abandonó la ciudad ante las risas del pueblo, que ya veían que su democracia estaba deshaciéndose por sí sola.

En cualquier caso, lo históricamente relevante del ostracismo no estaba tanto en el buen o mal uso que pudieron darle posteriormente los atenienses, sino en la previsión que Clístenes y sus conciudadanos tuvieron en su momento de que cualquier sistema político debe dotarse de aquellos mecanismos internos que le permitan garantizar su supervivencia y su buen funcionamiento; especialmente cuando aquellos que están desempeñando las funciones de gobierno manifiesten a través de sus decisiones, actuaciones o costumbres que han perdido la legitimidad y el respaldo que inicialmente pudieron recibir cuando fueron elegidos. La ciudanía, bien directamente o a través de sus representantes, debe tener el derecho y la posibilidad de revocarlos de su puesto y crear las condiciones adecuadas para que el sistema se regenere y garantice su continuidad, y esto ya lo habían previsto los atenienses hace 2500 años.

Si queremos buscar los orígenes históricos del episodio político que ha sacudido España en estos días, debemos remontarnos, cómo no, a la cuna de este sistema llamado Democracia. A finales del siglo VI a.C. en Atenas se habían vivido unos años bastante convulsos. La ciudad había experimentado un periodo de cuarenta años de tiranía, iniciada por Pisístrato y continuada luego por sus hijos, Hipias e Hiparco. Al expulsar al último de los tiranos y bajo la dirección de un nuevo personaje carismático, Clístenes, se iniciaron las reformas políticas que sentaron las bases de lo que posteriormente sería el poder en manos del pueblo (demos-krátos). Sin embargo, desde muy temprano, Clístenes previó el peligro que podía suponer para la estabilidad del nuevo régimen el que cualquier ciudadano pudiera llegar a convertirse en una amenaza que supusiese un retorno a la tiranía. O, peor aún, que algún magistrado pudiera desde su cargo convertirse en un obstáculo para la búsqueda del bien común. Es por esa razón que se introdujo lo que podríamos considerar el antecedente de la moción de censura.

Según cuenta Aristóteles en su Constitución de los Atenienses, Clístenes estableció la posibilidad de desterrar durante diez años de la ciudad a aquel que fuese considerado por la asamblea como un peligro para la comunidad. Obviamente, este sistema no se realizaba de forma aleatoria, sino que debía ser resultado de una votación. Para ello, a mitad de año se convocaba a los ciudadanos (lamentablemente en esta época en la que estamos solo estaban incluidos los hombres) para que decidieran si consideraban necesario que se votara el exilio de algún individuo. Si el resultado era favorable, se volvía a convocar al demos para hacer la elección dos meses después. Esta votación se realizaba al pie de un monte, en el conocido como barrio Cerámico, donde se concentraban la mayoría de los artesanos y alfareros. El soporte que se utilizaba para expresar el voto eran los trozos rotos de la cerámica desechada, que en griego se denominan “ostraka”, de ahí que finalmente este evento acabara siendo denominado “ostracismo”. En esas piezas se inscribía el nombre del individuo o individuos que se consideraba que debían abandonar la ciudad por un tiempo. Según Plutarco, eran necesarios 6000 votos para que se mandara a alguien al exilio, aunque otros autores consideran que esa cantidad era el quorum mínimo para que una votación resultara válida. En cualquier caso, al “afortunado” se le obligaba a marchar al exilio durante diez años, aunque no perdía su ciudadanía, ni sus posiciones en la ciudad. El ostracismo se planteaba inicialmente como una medida “profiláctica”, para extirpar preventivamente cualquier posible tentación de autoritarismo y malas prácticas en el gobierno.