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Palabras exactas para zonas comunes
Alex Grijelmo escribió hace algún tiempo un artículo en el que explicaba que hay palabras que durante años se nos pegan como lapas y recurrimos a ellas por costumbre hasta que, de pronto, el aburrimiento las destierra de nuestras conversaciones. De tanto usarlas no solo desgastan, sino que, a veces, su significado fluctúa. El contexto, la forma en la que se pronuncian o se escriben, determina su intencionalidad. Con el paso del tiempo, cuando esos adjetivos o sustantivos vuelven, por casualidad, a nuestros oídos, nos reconocemos en ellos y nos sentimos más viejos.
El libro que acaba de publicar Nicolás Dorta (Guía de Isora, 1978), Las zonas comunes (Ediciones Franz), me ha hecho pensar durante días en cómo utilizamos las palabras. Hay adjetivos que están adheridos a determinados sustantivos y que somos incapaces de imaginar por separado. Juan José Millás propuso hace años a los oyentes de la Cadena Ser que escribieran cuentos de miedo que no incluyeran la palabra miedo y que utilizaran el menor número de adjetivos posibles. Además, prohibió que se apoyaran en combinaciones como “olor nauseabundo”, “incendio pavoroso”, “presencia fantasmal”, “horas intempestivas”, “arma arrojadiza”, “tiempo muerto”, “tensa espera” o “emoción contenida”. El objetivo del experimento era demostrar que en muchas ocasiones los adjetivos que usamos no dicen nada que no hubiéramos sido capaces de averiguar sin su presencia.
Leyendo los cinco relatos que componen Las zonas comunes he tenido la misma sensación: Nicolás Dorta tiene un don para afinar el lenguaje. Es capaz de escoger las palabras adecuadas para narrar cada situación que nos presenta, una tarea siempre laboriosa, pero más aún cuando todas sus historias desprenden nostalgia. No recurre a tópicos ni a ese sentimentalismo facilón. Es pulcro en el uso de adjetivos y opta por una mirada descriptiva. Siempre intenta recrear los momentos del pasado con precisión; nos explica cómo estaba distribuido el apartamento o a qué olía el estudio donde ensayaban los adolescentes. “El señor Lorenzo daba la lección al fondo del cuarto de ensayo, en una pequeña habitación, con la puerta cerrada, donde olía a trapos que usaban los músicos para limpiar su instrumento. El olor era una mezcla de metal, saliva y madera”.
Su estilo sobrio no impide que el autor nos hable de escenas cotidianas, que se repiten en cualquier pueblo, al mismo tiempo que nos hace cuestionarnos la vida que llevamos. En las 116 páginas que abarcan sus cinco relatos se hacen evidentes tanto el Nicolás Dorta que se licenció en Filosofía como el Nicolás Dorta que durante muchos años adiestró la mirada mientras trabajaba como periodista en Tenerife. En sus cuentos no es que no pase nada, es que pasa la vida y, como ocurre a menudo, nos pilla esperando algo que no sabemos nombrar. No hay impostura, no hay excesos; hay rutina, hay luz, hay oscuridad, hay sal, hay música. Sus zonas comunes son las mías y, me atrevo a decir, las de una mayoría.
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