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Con retraso
18 de octubre de 2012. Noche cerrada en Beijing. Los mitones sobre el cuaderno de caligrafía y los apuntes de la universidad. El reloj marca las 9. El otoño en plena adolescencia se cuela por la ventana rota. Aún no ha mudado de voz, sigue sonando aflautada, pero logra mantener exiliado al calor bajo las mantas. El teléfono permanece mudo desde hace horas. Como aquejado de una cronopatía de la palabra. Las nueve empezaban lentamente su camino hacia las diez con el silbido del viento como única banda sonora.
21.05 horas. Hospital Doctor Negrín de Gran Canaria. Un hombre intenta despegarse como un adhesivo de la camilla de urgencias donde ha estado tumbado buena parte de la mañana. Musita: “Me encuentro mal”. Y cae como el telón de un escenario, sin público ni aplausos. Como un pájaro manco sobre el lodo. Le cortan la camisa a toda prisa pero la vida se va, dobla la esquina y se pierde a lo lejos. Los médicos se afanan por atraerla con argucias hasta que reparan en que el adiós es definitivo. Fuera, tres familiares esperan. El tiempo se detiene.
La carlinga del avión de Alitalia era cálida. Recuerda eso y el entusiasmo del piloto durante los primeros veinte minutos de vuelo: “Si miran a su izquierda, verán una imagen única de la Gran Muralla”. Había elegido ventana, estaba en el lado correcto, pero no lograba distinguirla. Una fina cortina de agua, imposible de contener, había transformado su visión en un Monet. Pinceladas breves que en aquella hora no podía percibir como un todo. A su lado, una periodista del diario romano La Repubblica le estrecha la mano. Una hora de vuelo después, la mujer desconocida descubre que no llora por un novio sino por un padre. En realidad, lloraba por una no-conversación con su padre. Por la que nunca tendría.
Frente al cuerpo inerte, cabía la despedida pero no el diálogo. Siempre había pensado que existía un limbo permanente –no para los justos que mueren sin bautizar– sino para las frases y palabras no dichas, no escuchadas, no rebatidas. Y creía que allí, en no sé cuántas cajas de cartón lamidas por el polvo, se encontraban las conversaciones que nunca mantuvo con su padre. Mientras besa la mejilla fría, quiere abrirlas todas. Y lo hace y solo hay abismo. Varios amigos de la familia la observan desde el otro lado de la ventana de vidrio que en los tanatorios separa la vida de la muerte, y que permite –como un Gran Hermano del dolor– contemplar la muerte sin que te toque ni te vea. Baja la persiana molesta y habla. Le dice que lo quiere y que lo siente, y que ojalá las cosas hubieran sido de otra manera. Y le deja sobre las manos un cuaderno barato y sucio y lleno de caracteres chinos. 破镜重圆. Los trozos del espejo roto vuelven a unirse, pensó.
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