En el suelo se amontonan los cuerpos. Son personas, con nombres y apellidos, migrantes, subsaharianos. Han dejado atrás su país en busca de una vida mejor. Sus esperanzas valen tanto como cualquiera de nuestros sueños, pero están devaluadas por nacer en el tercer mundo y eso les otorga una fecha de caducidad. Ahora, solo son cadáveres, una masa de carne informe que se reparte junto a la valla de la muerte, mientras sus asesinos van y vienen, pisándolos y tratándolos aún como basura humana, que pronto les tocará limpiar.
La imagen dantesca de esos cuerpos hacinados recuerda a otras tragedias humanas e incide una vez más en las diferencias sociales insalvables entre territorios y áreas geográficas. Son la consecuencia de otro salto a la valla de Melilla, ese muro de metal que constituye un punto negro en el proceso de migración irregular con destino a Europa, el tan ansiado destino final de una desesperada huida hacia un lugar que no es ni mucho menos un paraíso.
Algunos todavía se mueven; sus convulsiones denotan que están vivos, pero nadie les presta atención. Es mejor esperar a que les llegue el último estertor para quitárselos de encima; así no hablarán de lo que ha sucedido. Son actores y testigos molestos de su propio asesinato y el de otros. Entretanto, hay policías que se ensañan con algunos de esos cuerpos que están casi inertes, dándoles porrazos para asegurarse de hacer bien su trabajo.
En ese mismo suelo se mezcla la sangre de distintas nacionalidades; toda es roja, pero toda es distinta. Su aspecto fresco e irregular, como el trazo rápido sobre un lienzo, nos recuerda a los mataderos donde se despiezan los animales que luego nos comemos. Esa es la metáfora de un continente que se desangra, siglo tras siglo, en forma de guerras intestinales, represión, hambre, invasiones, matanzas, miseria, explotación y emigración, al mismo tiempo que arriba, en el norte, nos sentamos detrás del televisor para ver en alta definición ese sufrimiento, mostrando nuestra falsa solidaridad como buenos cristianos.
Esa sangre se va repartiendo a lo largo de la tierra africana, unas veces fértil y otras árida, poniendo fin a sueños que nunca se hicieron realidad. Muchos acabarán enterrados en fosas sin nombre y sin identificación, como las destinadas a esos migrantes que querían llegar a Melilla. Nadie podrá llorarlos ni recordarlos porque nadie sabrá quiénes eran. Precisamente, de eso se trata: es urgente que la sociedad olvide; cuanto antes, mejor. Constituye la forma perfecta de desprenderse de una carga molesta y de no afrontar la realidad, así como de seguir justificando la violencia indiscriminada contra quienes reclaman los mismos derechos y libertades de los que disfrutamos nosotros, a pesar de que no tengan papeles y no hablen nuestro idioma.
La actuación contundente y premeditada de la Policía de Marruecos, que se cebó con saña contra esas personas, demuestra además su actitud racista, debido precisamente a la procedencia subsahariana de aquellas. No es lo mismo apalear hasta la muerte al que viene de fuera que a ciudadanos de tu propia nacionalidad: esto último crea un conflicto interno, que conllevaría protestas y hasta sublevamientos civiles, sin olvidar la imagen de autoritarismo nacional y su proyección negativa internacional; por el contrario, la otra forma de proceder genera una imagen de seguridad en defensa de sus fronteras y justifica acciones policiales violentas como esta, consideradas necesarias frente al invasor. Además, esto último se ve favorecido por el apoyo externo tanto del Gobierno de España como de la Unión Europea, que quieren que Marruecos actúe como muro de contención frente a ese avance de la migración irregular. Por eso, aceptan este tipo de comportamientos represivos; no los condenan, sino que se limitan a señalar que son un daño colateral de todo ese proceso, necesario por otro lado para restaurar el orden y, sobre todo, la tranquilidad de la cómoda vida europea.
En este marco, el presidente, Pedro Sánchez, y sus ministros socialistas defienden la actitud de la Policía marroquí, en una muestra más del compromiso político que ha adquirido últimamente en su estrechamiento de las relaciones con el reino alauita. En sus últimas declaraciones sobre este hecho, realizadas ayer miércoles en el programa de radio Hoy por Hoy, que presenta Àngels Barceló, no solo no condenó este acto, sino que se reafirmó en sus declaraciones previas. Al respecto, indicó que el problema de toda esta situación son las mafias, que trafican con estas personas, y que anteriormente se habían producido numerosos asaltos a la valla de Melilla por grupos de migrantes irregulares que portaban armas blancas. Por tanto, había que garantizar la seguridad de los habitantes de esa ciudad autónoma y articular medidas para defender las fronteras nacionales, donde la cooperación entre la Policía Nacional, la Guardia Civil y la Policía de Marruecos estaba siendo efectiva en cuestión migratoria. A esto se sumó sus condolencias hacia los familiares de los fallecidos, como si aquellos realmente estuviesen pendientes de una cadena de radio española, que transmite en un idioma que desconocen.
Duele escuchar este discurso vacío, inherente a un gobernante ajeno a la realidad del drama de la migración y que todo lo expresa en forma de frases elaboradas por sus asesores y con referencias estadísticas, y más aún que no admite que se hayan asesinado a personas con total impunidad. Este hecho no puede quedar en una simple disculpa porque no es algo aislado, sino que reproduce una conducta que está extendida por todo el mundo y que afecta directamente a millones de personas. No se puede justificar el asesinato como una vía para acabar con este problema global, por mucho que se hable de fronteras y seguridad nacional, conceptos propios del relato de los nacionalismos y la extrema derecha.
La migración no es una excursión voluntaria para apreciar paisajes, sino la consecuencia de todo un conjunto de factores internos y externos en multitud territorios empobrecidos, que obliga a los afectados a dirigirse hacia otras zonas de referencia donde existe la prosperidad. La cuestión es que seguimos mirándolo todo en relación a ayudas de cooperación al mal llamado tercer mundo y no comprendemos que ese camino es solo un parche circunstancial, que jamás impedirá que se acabe con la pobreza. Pensemos solo en una cosa, que además es evidente: si hay tanta ayuda internacional y de forma continuada, ¿cómo es posible que los movimientos migratorios aumenten cada vez más y con mayor intensidad?
El monte Gurugú (Marruecos), que antaño fue el lugar de enfrentamientos entre Abd el-Krim y las tropas de ocupación españolas durante la guerra del Rif, es desde hace años el bastión donde se hacinan miles de migrantes subsaharianos, como los fallecidos, que esperan día tras día su oportunidad, el momento idóneo (si es que lo hay) para intentar pasar la frontera a cualquier precio. Los meses se hacen años. ¿Saben cuánto tiempo y cuántas cosas podemos hacer cada uno de nosotros durante ese período como miembros de pleno derecho del primer mundo? Pues ellos no hacen nada, salvo esperar, acechar y planificar el momento para abalanzarse sobre una valla de metal, entre gritos y dolor, para cruzar al otro lado o para seguir derramando su sangre.
Un día, más temprano que tarde, no serán miles los migrantes que intenten pasar la frontera, sino millones y al unísono. Nada ni nadie podrá impedirlo. No llevarán hachas ni armas de ningún tipo: solo la voluntad y el sacrificio para lograr su fin. ¿Acaso nosotros no haríamos lo mismo si estuviésemos en su situación? ¿No decimos continuamente que robaríamos un pan para no pasar hambre? ¿No nos hemos pegado por acaparar rollos de papel higiénico durante la pandemia de la COVID-19? ¿No somos violentos? Los desequilibrios son cada vez mayores entre el continente europeo y el africano y el aumento de la población y la pobreza en este último están generando una masa ingente, que mira con ansias hacia la forma de vida de Europa y que está dispuesta a pagar un precio muy alto por alcanzar su objetivo. Mientras tanto, el reguero de muertos es tan grande que ya nos da igual el método y la cantidad con tal de quitarnos las moscas de encima.