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¿Y si el tiempo pasado sí fue mejor?

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Un tío asomado a un balcón con un morrión de los tercios en la cabeza hablando de las glorias del Imperio. En cualquier lugar serio enseguida vendrían los del psiquiátrico a llevarse al señor este para encerrarlo, pero estamos en un país en el que le puedes pegar un palo por la espalda al presidente del Gobierno a las cuatro de la tarde y a las nueve de la noche estar ya en casa difundiendo bulos por X o escribiendo que con Franco se vivía mejor. Así, tranquilamente. El pasado. Ese bendito pasado en el que tu padre y tu madre se compraban una casa antes de los treinta mientras que tú compartes piso con otros cinco pobres diablos a los cuarenta y largos. ¡Qué pasado! Y uno se pone a pensar en el asunto y la verdad es que podría llegar a la misma conclusión básica. ¿Y si resulta que es verdad que el pasado fue mejor? Pongamos, por ejemplo, la propia experiencia personal. Empecé a trabajar a los 24 años. Ganaba el equivalente a 800 euros de hoy. El alquiler me costaba el equivalente a 300 (un ático con una terraza donde se podía uno hasta dar una ducha y tirarse al sol). Y comía con unos 200. Me sobraban como 300 euracos (50.000 pesetillas de entonces). Bueno me sobraban… Estaban las arepas del Punto Criollo, las cervecitas en el Tocuyo y alguna que otra golfería al mes con los colegas de la Universidad o del trabajo (en aquella mítica La Laguna de los 90). Cuando empezaron a entrar dos sueldos y fuimos ascendiendo en la escala salarial aquello era Jauja… Un coche, una hipoteca, los muebles del Banak... Con veintitantos años.

Uno mira las cosas con esa perspectiva y puede llegar a la misma conclusión. Coño, es verdad. Antes se vivía mejor. Y lo fácil es dejarse llevar por la ensoñación e irse más atrás para empezar a meter en la ecuación majaderías como Franco, los pantanos, al Instituto Nacional de Vivienda, a Hernán Cortés, a Isabel la Católica, al yugo y las flechas, al Sindicato Vertical y a la que los parió a todos. Y no. Es otro pasado el que hay que reivindicar. Los niños de la Democracia (esos que nacimos con el infame aún vivo pero no nos acordamos de cuando se lo llevó el Diablo) fuimos testigos de la incorporación de España a la modernidad. Y también al nacimiento de un Estado del Bienestar que, por ejemplo, cambió las tétricas Casas de Socorro (eso sí lo recuerdo como si fuera ayer) por nuestro espectacular Servicio Nacional de Salud. Fuimos los principales beneficiarios de la paulatina conversión de un país de mierda (el que nos dejó el franquismo) en uno más o menos moderno, solidario, pujante, ilusionante… Fuimos a la universidad con becas generosas, recibimos ayudas para comer lejos de casa, casi nos obligaban a ir a estudiar algún año a otro país de la Unión… Hasta nos pagaban el tren los veranos para ir saltando de capital en capital conociendo gentes y gentas. ¿Se acuerdan? 

Hoy todo eso parece ciencia ficción y sólo han pasado 30 años. España se incorporó tarde al consenso socialdemócrata; casi cuando ya empezaba a resquebrajarse bajo el peso de la revolución conservadora que hoy parece imbatible y aún más escorada a la derecha que en los tiempos de la Theacher y el Reagan. No me puedo ni imaginar lo que sería vivir en la Francia o Alemania de los 60 ó 70. Ni mucho menos haber sido tocado por la varita mágica de la Socialdemocracia escandinava. Trabajo, seguridad, cuidados del Estado, sanidad de calidad, la mejor educación pública del mundo y rubias de tres metros. El paraíso. Aquí montamos un estadillo del bienestar de andar por casa, pero para un país acostumbrado a doblar la cerviz ante la bota de los poderosos aquello era como un sueño hecho realidad. ¡Semos Europeos! Ciudadanos después de 40 años vergonzantes.

Hoy el Estado del Bienestar está hecho unos zorros. Acá y allá. Y si subsisten los servicios públicos precarizados y al borde del colapso es porque son un caramelo para los de siempre gracias a las políticas de privatización de la gestión. A un liberal le gusta más pillar dinero público que a un mono un espejo. Pero hay razones aún más profundas que explican por qué hay cinco cuarentones compartiendo piso a razón de mil euros al mes por habitación. Desregulación y dominio absoluto del capital financiero frente a las rentas del trabajo. De los escasos ‘egs’ de los partidos socialistas europeos para plantar cara a los poderes económicos y hacer valer sus postulados más básicos podemos hablar otro día.

Leer a Thomas Piketty es clave para entender que lo que está pasando hoy es la consecuencia de un largo proceso que comenzó hace ya algunas décadas. Saber el qué es fácil: cada vez es más difícil mantener un nivel de vida digno para la inmensa mayoría de la población. Pero, ¿por qué? Veamos algunas cifras. Los ingresos por rentas del capital (acciones, alquileres, dividendos…) representaban entre el 15 y el 20% del total de las principales economías desarrolladas en la década de los 70 y en 2010 ya rondaban el 35% (hoy la cosa está peor). Y, sin embargo, las rentas del trabajo han pasado de representar valores por encima del 80% en los años dorados del Estado del Bienestar a irse por debajo del 70. Hoy mola la especulación, las cripto, las estafas piramidales, los gurús que le comen el tarro a la chiquillería por redes controladas por ultra liberales sin escrúpulos diciendo que todos pueden ser multimillonarios. Sólo hay que tener un sueño. Y lanzarse a por él… Más tontos que Abundio. Ese que vendió el coche para poder pagar la gasolina.

La consecuencia más clara de esta dinámica es la concentración de la riqueza en pocas manos y el aumento de la desigualdad. En los años de hierro del capitalismo (con niños trabajando, gente muriéndose en las calles y todas esas cosas que podemos leer en Dickens, por ejemplo) el 10% más rico de la población controlaba el 50% de los salarios y el 50% más pobre apenas el 20%. En los años dorados de la socialdemocracia, este ratio varió 25/30 pero lo realmente importante es que el 40% de la población de clases medias y profesionales controlaba el 45% del capital generado por el trabajo. En la actualidad, las cifras son peores que las de principios del siglo XX. En 2010 en los países europeos el 10% más rico controlaba el 60% de los salarios; la clase media el 35% y las clases bajas (ojo, la mitad de la población) sólo el 5%. No es opinión. Son datos. Estamos peor que en 1910. Estamos PEOR. Vamos de cabeza hacia una distopía inimaginable.

Y sí, el pasado fue mejor. Pero no es el pasado del que habla la extrema derecha. Es el pasado del consenso socialdemócrata; el de las fábricas a pleno rendimiento; el de la educación pública que posibilitó que millones de europeos y estadounidenses accedieran a la Universidad y, por lo tanto, a la movilidad social; ese tiempo en el que los partidos socialistas eran socialistas y tenían acojonado al capital especulativo; ese tiempo en el que los impuestos altos a las grandes fortunas y rendimientos de capital construyeron estados sólidos y prósperos. Ese es el tiempo al que hay que mirar. La ultraderecha, sin saberlo, está loando los tiempos dorados del socialismo democrático. No hay que dejarse engañar. Porque los resultados de mirar el pasado que ellos y ellas añoran, a la larga, son nefastos y quién sabe si irreversibles.

¡Lean Carajo! Como decía el gran Alexis Ravelo (te extraño). Uno de los mejores libros para entender la relación entre la gran empresa y la privatización de la gestión de los servicios públicos es ‘La extraña no muerte del neoliberalismo’ del sociólogo británico Colin John Crouch. En este ensayo se analizan cuestiones como los rescates con dinero público a grandes empresas tras la crisis del 2008 y como algunos listos se dieron cuenta de que gestionar de manera privada la sanidad pública permite recoger las ganancias y endosar los gastos e inversiones a los contribuyentes. Magistral. ‘El capital en el siglo XXI’ de Thomas Piketty es un manual fundamental para entender las transformaciones de la economía en los últimos 30 años. Cifras, datos, análisis. Un libro que hay que leer sí o sí aunque cueste un poquito y asuste el tamaño. Y si nos metemos con la ficción les recomiendo ‘Orgullo y Prejuicio’ de Jane Austen. Y ustedes me dirán… ¿ese pegote amoroso/puritano/represivo? Pues sí. Detrás de la trama novelesca (yo al Sr Darcy le daba una patada ahí donde ustedes se imaginan) Austen hace una disección muy certera del sistema propietarista del siglo XIX. Sus mecanismos de control social sobre los ‘inquilinos’, la vida regalada de los rentistas y la obsesión por la adquisición de propiedad como único eje del sistema económico y social. Todo muy actual.

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