Espacio de opinión de Canarias Ahora
Siempre Octubre
Un lienzo de David inmortalizo la tragedia. Le lloro la Francia Revolucionaria, la Francia que poco después creyeron que se despedía de la historia cuando en la tórrida tarde del 10 Termidor un viejo percherón arrastraba sobre los adoquines una carreta chirriante rumbo a la Concordia. Allí iban Maximilian Robespierre y Saint-Yust, eran las horas finales. Del incorruptible quedaba poco más que un amasijo de miseria, un trapo sucio y sanguinolento, anudado a la cabeza le sujetaba la mandíbula inferior descoyuntada por un tiro de pistola.
Las mujeres de París les veían pasar en silencio, los ojos de Robespierre estaban cerrados, los de Saint-Yust abiertos y llameantes. Entre burlas obscenas, vomitando injurias, los celebraban los petimetres de la resucitada nobleza.
Desde el cadalso Roberpierre y Saint-Yust dieron su último adiós al pueblo de Francia, la guillotina vengó en sus pescuezos el declinar histórico del viejo régimen aristocrático. Sus cabezas las recogieron del cesto, con los dientes mordían los mimbres... un instante fugaz para el verdugo, una eternidad para los ejecutados.
Una muerte temprana impidió que Mozart nos legara la ópera de la Francia Jacobina. La miseria de los traidores, jacobinos conversos, solo se rememora en la historia de la infamia. Aún tuvieron tiempo de llevar al martirio a lo más avanzado de la sociedad francesa. A Babeuf y a sus camaradas de la revolución de los iguales. Ilya Eremburg nos lo dejó impreso en la memoria con una magistral obra literaria.
La grandiosa revolución había dado dos pasos adelante, con la reacción termidoriana, un paso para atrás. Ya nunca más todo fue igual, se produjo uno de sus grandes virajes hacia el progreso del que gran parte de la humanidad sigue beneficiándose mas de dos siglos después.
Durante meses , discurrió el Sena rojo de sangre jacobina. Pero siguió fluyendo, sin detenerse, bajo los mismos puentes por los que años más tarde cruzó La Comuna, victoriosa.
Esta vez sonó en la Tullerias la hora de la reacción, y vino Thiers, desde Versalles, como un rayo asesino, vendió primero media patria a los alemanes. Y por el boulevar Haussman se vio pasar entre las tinieblas de la noche una sombra inmensa, una fantasmal columna de obreros cautivos que en estremecedor silencio eran conducidos al suplicio. Frente a la Ópera los esperaban, sobando putas y descorchando champagnia, los sicarios de la juventud dorada. Las mausmoiselles del París más decadente disfrutaban la victoria saltando en los ojos a los desgraciados con las puntas de sus paraguas, a distancia, para no salpicar de inmundicias sus miriñaques.
Entre detonaciones de fusilería dejaron el mundo los últimos comuneros, acribillados ante las murallas del cementerio de Pere-Lachaise. Junto a ellos reposan hoy los restos de Paul Lafargue y de su esposa, Laura Marx, la hija del fundador. Allí siempre se encuentra a gentes de todos los continentes depositando flores frescas. Una fría y pesada lapida encierra a Thiers, para que nunca escape, nadie se detiene ante ella.
La Comuna representó una acumulación extraordinaria de experiencia para el movimiento obrero, un decisivo salto en la maduración ideológica y política de la clase, con ella la clase obrera empezó a dejar de ser “clase en si” para irse elevando a “clase para si”.
Y después vinieron los marineros de Potemkin, y con lenguas de fuego, los cañones del Aurora anunciaron la aurora de la nueva época, y los obreros de Petrogrado, la ciudad de Pedro, asaltaron el Palacio de Invierno, corazón de la Rusia de Rasputin, e hicieron de él uno de los más grandes tesoros de la creación artística de la humanidad. Por orden de Lunarchasky enmudeció la artillería bolchevique para salvar las cúpulas de San Basilio, y fueron soldados, metalúrgicos y ferroviarios, que tomaban el cielo por asalto, los que a bayoneta conquistaron El Kremlin. Y no pudieron con ellos ni los cosacos de Kornilov, ni las escorias zaristas de Denikin, ni los terratenientes de Kolchak y la legión checa, ni la intervención de 12 ejércitos expedicionarios que desde Bladivostok hasta Polonia, desde el Báltico al Mar Negro, estrangulaban al recién nacido poder obrero y campesino.
Cuando el general blanco Yudenich, con apoyo británico, estaba en la puertas de Petrogrado, Lenin subrayaba que podrían aplastar a los bolcheviques, como acabaron con los jacobinos, pero ya la historia había cambiado su curso, como lo cambiaron los jacobinos con la revolución de 1879.
La derrota llegó tarde, y vino desde dentro, fueron los centinelas los que abrieron las puertas al asedio. La alta burocracia y sus aledaños se despegó de la clase a la que debía servir, adquirió su propio interés y lo aseguró llevando al patíbulo a la primera y a la segunda generación bolchevique, barriendo la democracia socialista acumuló privilegios y terminó rompiendo las cadenas que obstruían su transformación en nueva clase dominante.
Con todo, la clase obrera y los asalariados, la cultura y la ciencia, las naciones oprimidas y colonizadas, la humanidad entera, tiene contraída una deuda inmensa con la Revolución Rusa de Octubre. Tras ella el capitalismo se vio obligado a realizar concesiones políticas y sociales, antes impensables, que mejoraron considerablemente las condiciones de vida y trabajo de los pueblos.
Bajo el influjo de la revolución de octubre las relaciones sociales y las relaciones entre los pueblos, el lugar de la clase obrera y de los asalariados en la sociedad, los principios de la solidaridad, la lucha contra la desigualdad social y contra la explotación del hombre por el hombre, se colocaron en un nuevo y superior escenario. Al capitalismo se le podía vencer. Lo que pase no depende ya de aquella colosal revolución.
JoaquÃn Sagaseta de Ilurdoz Paradas
Un lienzo de David inmortalizo la tragedia. Le lloro la Francia Revolucionaria, la Francia que poco después creyeron que se despedía de la historia cuando en la tórrida tarde del 10 Termidor un viejo percherón arrastraba sobre los adoquines una carreta chirriante rumbo a la Concordia. Allí iban Maximilian Robespierre y Saint-Yust, eran las horas finales. Del incorruptible quedaba poco más que un amasijo de miseria, un trapo sucio y sanguinolento, anudado a la cabeza le sujetaba la mandíbula inferior descoyuntada por un tiro de pistola.
Las mujeres de París les veían pasar en silencio, los ojos de Robespierre estaban cerrados, los de Saint-Yust abiertos y llameantes. Entre burlas obscenas, vomitando injurias, los celebraban los petimetres de la resucitada nobleza.