Borbón y cuenta nueva
La renuncia del rey al Trono ha provocado un tsunami informativo. Desde luego, la noticia es de la máxima relevancia y se entienden los centenares, por no decir miles, de páginas de los periódicos, de programas de radio y televisión y de debates que le han dedicado. España es un país alegantín de por demás y a poco le den pie no para, pero es imposible asimilar semejante volumen informativo. Que continuará aumentando después de la proclamación como rey del Príncipe de Asturias con parada, para coger resuello, en el primer mensaje de Navidad de Felipe VI. Paciencia, pues. Para esa fecha continuaremos sin saber la razón última de la abdicación porque, seguramente, no habrá una única razón; salvo que la reduzcamos a una: el convencimiento de Juan Carlos de que era lo mejor para la continuidad de la monarquía.
Desde esta perspectiva se aprecia en el apabullamiento informativo cierta histeria de final de época provocada por el temor a que llegue el momento que no dejará de llegar. De ahí que durante tres décadas y pico no encontraran los políticos el momento de desarrollar el mandato constitucional de una ley orgánica que estableciera y ordenara el proceso de sucesión en el Trono. Hasta Franco, que gozaba de presunción de inmortalidad, hizo las previsiones sucesorias que hicieron rey a Juan Carlos sobre la marcha. Ahora son de ver las prisas para que Felipe VI sea proclamado en vísperas del Mundial de Brasil.
Bobo no es
Bromas aparte, el primer balance del reinado que ahora acaba es que Juan Carlos ha demostrado de sobra que bobo no es. Los franquistas corrieron que le faltaba un agua y eran de tal calibre los feos que, según las leyendas urbanas de la época, Carmen Polo quiso convencer a su marido de que nombrara sucesor a título de rey a Alfonso de Borbón, de los Dampierre de toda la vida, casado por entonces con su nieta Carmen.
Una muestra de que el rey sabe lo que se hace es ahora el paso dado al advertir que la crisis institucional del Estado ha alcanzado las gradas del Trono, que se decía en lo antiguo. Borbón y cuenta nueva es la solución que encontró para frenar el deterioro de la Monarquía e impulsar las reformas institucionales que permitan la continuidad de la Corona.
Aunque esté feo señalar con el dedo, diría que la democracia comenzó a recular cuando Alfonso Guerra anunció la muerte de Montesquieu, es decir, el control por el Poder Ejecutivo del Legislativo y el Judicial que el PP ha puesto ya en piedras de ocho. Que no otra cosa son el uso por Rajoy de su mayoría absoluta para gobernar mediante decretos-leyes y las operaciones legislativas contra la independencia de los jueces, en los altos tribunales y en el órgano de gobierno de la judicatura. Lo que ha puesto de manifiesto que el bipartidismo no es ninguna invención: por muy a cara de perro que discutan en el Congreso populares y socialistas, no pasan del momentáneo acaloramiento en el que solo se disputan el mando alternativo del corral, que en eso consiste el bipartidismo. Creo, ya digo, que es precisamente en el mundo de la Justicia donde mejor se aprecia esto: las críticas de los socialistas al sistema de designación de jueces de acuerdo con la correlación de fuerzas parlamentarias no les impidió aceptar la cuota que le correspondía en la designación de magistrados; o sea, la perpetuación de lo que decían combatir.
El PP, en fin, ha acabado por poner en piedras de ocho la involución democrática. Las iniciativas de Gallardón en el campo de la Justicia restringe el acceso a ella de los menos pudientes, además de introducir mecanismos para un mejor control por el Gobierno de las actuaciones de los jueces, como quedó dicho; las ideas de Fernández Diaz para una nueva ley de Seguridad Ciudadana indican la voluntad de criminalizar las protestas al punto de hacernos sospechar de los grupos violentos que permiten a los medios informativos más cercanos al Gobierno ocultar el contenido de las protestas poniendo delante contenedores ardiendo, destrozos de mobiliario urbano y de cajeros reventados con la correspondiente atribución a una extrema izquierda tan abstracta que les permite colgarle al sambenito a los disconformes que sean osados de defender derechos ciudadanos.
Juegan con fuego y nada de particular que lo hayan visto subir las gradas del Trono, que se decía en lo antiguo, aventado por la crisis económica, política e institucional y la noticia de alguna noticia poco edificante de la propia familia real. Como que trincaran al rey en la senda de los elefantes, la mala cabeza de Urdangarín y la conversión de la infanta Cristina en prueba que la Justicia no es exactamente igual para todos.
La abdicación, que es la forma de dimitir los reyes, no se improvisa ni se decide en un pronto de ahora para después y el rey, que bobo no es como les dije, disponía de suficientes elementos de juicio para dar el paso. Me creo que venía dándole vueltas a la idea y es muy posible que, como ha dicho, fuera en enero, el día de su cumpleaños, cuando decidió irse. Su penoso discurso con motivo de la Pascua Militar hizo pensar que ya no le llegaba el bofe ni para apagar las velas de la tarta del primer soplido. Las encuestas periódicas reservadas para su uso reflejaban un descenso acelerado de su popularidad institucional y comprendió que se había cumplido el tiempo de su reinado. Solo quedaba decidir el momento oportuno que, por lo visto, era este mismo mes de junio iniciado bajo el síndrome del sacudón de las elecciones europeas al tinglado. O haces tú el cambio o te lo hacen, debió pensar el rey en clara coincidencia, lo que son las cosas, con Pablo Iglesias para quien o hacemos nosotros la política o te la hacen.
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La renuncia del rey al Trono ha provocado un tsunami informativo. Desde luego, la noticia es de la máxima relevancia y se entienden los centenares, por no decir miles, de páginas de los periódicos, de programas de radio y televisión y de debates que le han dedicado. España es un país alegantín de por demás y a poco le den pie no para, pero es imposible asimilar semejante volumen informativo. Que continuará aumentando después de la proclamación como rey del Príncipe de Asturias con parada, para coger resuello, en el primer mensaje de Navidad de Felipe VI. Paciencia, pues. Para esa fecha continuaremos sin saber la razón última de la abdicación porque, seguramente, no habrá una única razón; salvo que la reduzcamos a una: el convencimiento de Juan Carlos de que era lo mejor para la continuidad de la monarquía.
Desde esta perspectiva se aprecia en el apabullamiento informativo cierta histeria de final de época provocada por el temor a que llegue el momento que no dejará de llegar. De ahí que durante tres décadas y pico no encontraran los políticos el momento de desarrollar el mandato constitucional de una ley orgánica que estableciera y ordenara el proceso de sucesión en el Trono. Hasta Franco, que gozaba de presunción de inmortalidad, hizo las previsiones sucesorias que hicieron rey a Juan Carlos sobre la marcha. Ahora son de ver las prisas para que Felipe VI sea proclamado en vísperas del Mundial de Brasil.