Días de ‘finado’ /1

Los Llanos de Aridane —

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Coincidiendo con las fechas que las familias de La Palma estamos preparando lo que llamamos desde tiempos inmemorables ‘días de finado’ (les llegó ‘el fin’, la muerte) bien merece recordar el ritual ancestral ante la muerte. 

En la Sociedad de Instrucción y Recreo Velia, hoy maltrecha por la lava del volcán Tagojaite, en el barrio de La Laguna, Los Llanos de Aridane, en el mes de diciembre de año 2002 se expuso una muestra o exposición titulada: ‘Costumbres de Nacimiento, Vida y Muerte’, bajo el comisariado de Juan Marcelino Rodríguez Ramírez y mi persona. Basada en las vivencias y recuerdos de personas informantes pertenecientes al Grupo Etnográfico Baile Bueno del barrio aridanense.

Exposición que significó el reencuentro con las viejas costumbres que vivieron o que contaron los abuelos. Para las nuevas generaciones curiosidad y asombro ante hechos y vivencias totalmente desconocidas. El fin previsto dio su fruto; los organizadores nos damos por satisfechos al haber trasmitido, -obsesión que compartimos ambos-, al haber aportado y recordado un grano de arena a la rica cultura popular de La Palma.

Para esta curiosa exposición recabamos información, mayoritariamente entre los vecinos del barrio aridanense de La Laguna. Sin embargo, en el transcurso de la muestra comenzó a fluir información de otros lugares de La Palma que, sin lugar a duda, enriqueció nuestros conocimientos sobre las viejas costumbres de los palmeros ante el nacimiento, la vida y la muerte.

Básicamente son tres las etapas que engloban el discurrir de la vida de una persona. Los informantes se mostraron seguros. Nuestras costumbres ante el nacimiento, la vida y la muerte aparecieron en los recuerdos de los vecinos. Parte de estas costumbres y usos populares pudieron ser recogidas en la exposición. Pero, aunque se mostraron objetos con una leyenda aclaratoria, sin embargo, la gran mayoría se recogió de forma verbal y documental. En este caso desarrollaremos los viejos usos y costumbres ante el fallecimiento de una persona.  

‘Finado’, la muerte

La agonía, la muerte, el trato al difunto y los lutos aportan numerosos elementos costumbristas de destacado valor etnográfico y antropológico de la isla canaria de La Palma.

A la edad próxima de los cuarenta años, los palmeros iban preparando ‘su mortaja’, aunque la muerte les llegara muchísimos años después. Para ello se destinaba una caja de tea, sólo para este menester. Durante el resto de su vida iba reuniendo, y guardando en la caja de tea que sólo la podía abrir el interesado, las vestimentas y útiles necesarios. Recogimos el contenido de la ‘caja de la mortaja’ de una mujer que murió en 1949 a la edad de 82 años, “que seguía la costumbre de sus padres”. El contenido era el siguiente: “justillo blanco –sujetador-, camisón, alforzas y tiras bordadas, enaguas, falda negra, saco –blusa negra-, sobretodo, zapatos de charol, sin estrenar, además ”dos piezas de cintas de algodón para ser ligados“. Si éstas últimas se ponían amarillas, las cambiaban por otras.

En esta misma caja de tea se guardaban los útiles “para el altar del Señor”, consistente en un paño de altar, otro paño pequeño, un crucifijo, dos candelabros y un medio almud. En el momento que el cura visitaba a un moribundo se montaba en la habitación del enfermo este pequeño altar, donde el paño grande cubría el largo de la mesita y el pequeño cubría el medio almud, que se colocaba en el centro. Sobre el almud, la cruz y a los lados, los candelabros encendidos. Si el sacerdote era portador del Santísimo se hacía “un camino de flores deshojadas desde la puerta de la casa hasta el altar del Señor”. Mientras duraba la visita el cura depositaba el portaviático sobre la mesa.

Aún hoy se habla, con naturalidad, de “doble sepultura”. Con esta expresión se refiere al hecho de que una persona pedía, en vida, que fuera sepultado en “doble sepultura” –doble profundidad en las tumbas de tierra-. En estos casos la persona que lo solicitaba quería ocultar, con doble tierra, una vida tortuosa o por el contrario no quería “saber nada más del mundo terrenal”. Otras “doble sepultura” podían ser solicitadas por un familiar que de esta manera quería, por últimas veces, manifestar el desprecio hacia esa persona que en vida no había tenido una convivencia vecinal aceptable. La persona que decidía acabar con su vida suicidándose dejaba una nota manuscrita donde, entre otras cosas, pedía ser sepultado en tierra a doble sepultura.   

La primera señal de muerte en el vecindario del barrio aridanense de La Laguna era oír, por la noche, “latir un perro –llorando-”. Todos acudían de inmediato a la casa del difunto, se despertaban y sabían que la muerte se había llevado a alguien que vivía próximo. De inmediato salían varios “mensajeros”, a la hora del día que fuera, y “avisaban a familiares y vecinos lejanos”. El ver volando sobre una casa a una bandada de cuervos, “haciendo coronas era una señal inequívoca de que se aproximaba una desgracia a la familia y si eran guirres ya estaba cadáver”.

“Para engañar a la muerte cada miembro de la familia tenía un animal doméstico asignado”, entre los del núcleo familiar. Si el animal moría se decía que la muerte había pasado a buscar a su dueño y que se llevó al animal antes que a su propietario. Se cuenta un caso totalmente contrario donde asignado una pequeña pollita a Jesús (Chus) González Paiz (1871-1961) “su gallinita vivió 20 años más desde el fallecimiento de su dueña”. Por respeto a su propietaria primera, la familia se negó a matarla y la gallina murió de vejez.

En el momento de la agonía de una persona y según se decía, para ayudarle a “descansar”, morir, “se viraba el cuerpo para el lado derecho y ya estaba, descansaba”. Fallecía en el momento. Esta acción nunca la hacía un familiar directo, siempre un vecino o un familiar lejano.

En otros casos, se les ponía un huevo frito sobre el ombligo y “cuando el moribundo se estaba enfriando el calorcito del huevo los ayuda a terminar de morir”. Otros informantes dicen que el huevo frito era “para que el alma se desprendiera del cuerpo”. Nos costa que esta costumbre se utilizó al menos hasta los años cincuenta del siglo XX y concretamente en la agonía de una mujer de Todoque. Con anterioridad se lo aplicaron en La Laguna a una vecina llamada Juana Leal Jerónimo (la gea), en los años veinte del siglo XX.

Otra costumbre, consistía en utilizar un vaso de agua caliente en el ombligo y un crucifijo sobre el pecho. También se acostumbraba en el momento de la agonía el encender rápidamente una vela para que “el alma encuentre la luz”. La primera reacción en el primer momento del fallecimiento era encender una luz y tapar el cadáver con una sábana. Esta costumbre de encender una luz de fuego y tapar al recién fallecido está muy arraigada.

Si la agonía se prolongaba durante días y más días, los vecinos murmuraban “¿Qué perdón le faltará?”. Se referían a que la persona había hecho algún mal y debía recibir el perdón, es decir, se negaba a morir sin pedir perdón. Cuando una persona, que estaba en la agonía de muerte, exclamaba desesperadamente: “¡Hereda... hereda... hereda!”, se creía que pretendía pasar sus “dones o poderes” a otra persona. En algunos casos coincidía con personas que se rumoreaba que tenían poderes sobrenaturales. En la habitación del agonizante nadie respondía y la muerte no llegaba. La persona continuaba diciendo “¡Hereda! hereda!” y alguien, con compasión y caridad, le respondía: “Heredo”, evitando, por supuesto, no tener testigos. Se dice que el moribundo expiraba en ese mismo momento. En realidad, existía temor a heredar el poder de curandera o curandero. Se recuerda con pudor, duda y curiosidad de quién sería el vecino o vecina que “heredó el mortero de Juana (a) la flora –poderes-, mujer que falleció en los años cuarenta del siglo XX en La Laguna. Desdibujado por la leyenda se continúa afirmando que Juana “tenía poderes y alguien los heredó”. El temor de no saber quién heredó el mortero de Juana la flora aún se recuerda, pero sigue siendo un secreto bien guardado y se ignora a quién pasaron los poderes sobrenaturales.    

Antes de amortajar al difunto se le lavaba con agua tibia “para que no se enfriara”. Pensamos que más bien sería para evitar que la persona que amortajaba evitara el contacto con “el frío de la muerte”. En La Laguna se recuerda que Felipa Gómez González (1894-1975) amortajaba a los difuntos del barrio. Una de las últimas personas que amortajó en La Laguna fue Evelia Cruz Brito (1922). Siendo muy joven lo realizó por primera vez a un sobrino, en los años treinta del siglo XX y por última vez, a un joven en 1985.

El cadáver “se ligaba” con tres cintas blancas, de dos dedos de ancho: una sujetaba, para mantener la boca cerrada, barbilla con cabeza; otra ligando fuertemente el brazo derecho y la tercera cinta, el muslo izquierdo o viceversa. En opinión de los informantes “el ligar a los difuntos era necesario para evitar que el difunto defecara.” Hoy se utilizan otros métodos. También se solía poner, sobre los párpados, “dos perras negras, para que cerraran los ojos bien”. 

(Continuará)

*María Victoria Hernández es cronista oficial de la ciudad de Los Llanos de Aridane (2002), miembro de la Academia Canaria de la Lengua (2009) y de la Real Academia Canaria de Bellas Artes San Miguel Arcángel (2009)