El infierno de Dante y los tirones de oreja

Dentro de la mente del poeta italiano Dante, el infierno se imaginó como un hoyo profundo y oscuro más grande que el punto de extracción de áridos que está en El Riachuelo. Él, en el siglo XIV, lo entendió así porque fue un momento en el cual la religión cristiana era la mejor mentalidad para dar sentido a las cosas de la vida y el único clavo ardiendo al que agarrarse. Resumiendo sus poemas en un relato masticable y tragable, podría sostenerse que este boquete se hizo, según la Biblia, cuando el diablo cayó del cielo y que al tocar el piso se formó ese tremendo hoyo quedando él en el fondo. Cuesta imaginar la envergadura del “partigazo”, pudiendo ser incluso peor que los del coyote persiguiendo al correcaminos.
En una de sus obras nos cuenta que este orificio infernal está compuesto por varios niveles de profundidad, como si fuese el parking de un centro comercial, y que en cada una de las plantas se encuentra un grupo distinto de pecadores, que pagan eternamente por los errores que han cometido. En la parte más cercana a la superficie, llámese el piso -1, estarían aquellas malas personas que se portaron un poquito mal y en el fondo del “buraco”, considérese el -9, se encontrarían los peores seres humanos, más cerca de Lucifélix, quienes nunca fueron enderezados a tiempo en el camino de la vida gracias al dulce tacto de un buen palo en las costillas.
Parece mentira pero hasta en el infierno hay diferencias sociales y meritocracia, así que si alguien no ha pertenecido nunca a la “gold class” del mundo, ni habría sido un “priority” de primera clase del Titanic, y tiene decidido ir al infierno, que se lo curre bien porque en la liga de los chungos tampoco aceptan a cualquier fenómeno. No somos nadie. Abajo te pedirán el currículum y en función de tu experiencia, te destinarán a uno de los nueve círculos del subsuelo. En suma, siento decepcionar que Dante no dijo nada sobre barbacoas, no se “perrea” sobre lava volcánica, no se escucha rock ni tampoco se bailan tangos del pecado, así que no se tiren de careta.
Hoy en día no es difícil reconocer que ese dogma religioso dantesco, a pesar de parecer engañoso y falaz, cumplía una función en la mentalidad de la época porque pretendía que la gente llevase una vida lo más cristiana posible, entendida como una forma de hacer el bien para así poder ir al cielo. Por suerte o desgracia, era una manera de educar en la benevolencia, como una ley moral porque nadie quería ir al infierno, ya fuese imaginado como un hoyo, como bañarse en una “furna” cuando baja la marea, como aguantar viento caliente con polvo en los aledaños del Volcán Tajogaite o como echarse la siesta en un barredero de “tunos” pensando que es una camita de pinillo.
Fuese útil o no tal lavado de coco, ese aprendizaje nunca enseñó a ejercer un bien sincero, porque no es lo mismo hacer el bien por voluntad propia que hacer el bien por temor a ser castigado, con lo cual se confunde el sentimiento de deber con el de miedo. Esto da a pensar si somos mejores cuando nos aprietan las tuercas o cuando nos explican el porqué de las cosas. Recuerdo una bolsa de “rosquetes” en casa, que con la taza de leche y viendo la tele le daba uno un par de embestidas y había que dejar algo para el resto de la unidad familiar, porque si te pasabas de ración habría castigo por un mes y el aprendizaje de tener que compartir con los demás venía después, durante el castigo.
Si hacemos autocrítica y reconocemos que no siempre los políticos tienen la culpa de todo lo que nos pasa, sabríamos que actualmente está de moda la palabra “karma”, venida del hinduismo y entendida como la creencia de que existe una fuerza cósmica en el universo que se ocupará de que paguemos por nuestros actos. Por tanto, Dante y el karma dicen prácticamente lo mismo, pero todavía nuestra sociedad no ha entendido que ser buena persona no quiere decir “hacer el bien”, quiere decir “tener voluntad de bien”, porque se quiera y no porque se deba. Una voluntad buena, desde dentro del pecho, hecha de tea y más fuerte que el vinagre macho, es lo único que hará posible dejar de pensar en cielos e infiernos, y empezar a pensar en qué estamos haciendo todos y cada uno de nosotros, para que el ambiente en esta isla no esté tan cargado de falsas apariencias.
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