Espacio de opinión de La Palma Ahora
El Lobo. Quemado por el sol
Giral y Elsa, la chica que no le temía a los grises, no se conocieron en las aulas, en los pasillos, en la cafetería, en las asambleas de la facultad, lo hicieron bajo las patas de los caballos de la Brigada Antidisturbios. Seguían a Panero, que se alzó por sorpresa en cabecilla de aquella genial manifestación, al grito de : “No vayamos por aquí, vamos por allí”. Encaminando a sus compañeros a una calle sin salida, de la que no había escapatoria frente a la brutalidad de los grises. Ambos, tendidos en el suelo, juntos, muy juntos, casi pegados, como nunca lo estuvieron más, confundidos entre los adoquines de basalto, y aguantando porrazos de aquel número de la policía sobre caballo, que aunque con casco que le impedía configurar su rostro, si dejaba ver el sudor, los ojos vidriados de odio, y la cantidad de anfetaminas que le habían suministrado en el desayuno para combatir a aquellos que se estaban manifestando contra el inquebrantable orden de la ley; a aquellos visionarios y subversivos, hijos de papá, no como él, bien desertor del arado, o del seminario, o de las oposiciones, o de la delincuencia común, que un día el destino le calzó un traje gris de guardador y protector de tanta inmoralidad fascista.
Giral y Elsa recordaban sentir, que cuando iban a pie, camino de la facultad, al pasar por delante de aquellos robots montados a caballo, parecerles del tamaño de un edificio; ahora, desde el suelo, les daban la impresión de que eran rascacielos, donde desde la azotea les aporreaban con saña. Pensaron, a la par, que de allí no se iban a levantar con vida, cuando entró en escena un manifestante al que no habían podido abatir los porrazos ni el miedo a los caballos, Rómulo, - este había sido su nombre hasta ese día -, eréctil ante el caballo que mantenía pegados a los adoquines, a Elsa y Giral, y que se burlaba de los porrazos que aquel número de los grises le quería acertar. Rómulo miró al caballo con cara de lobo, y le empezó a aullar como tal. Aulló con tanto realismo, que aquel caballo, y los que estaban alrededor suyo, huyeron, con los policías encima, de manera que no los podían sujetar. Ocurría como si el mismo diablo hubiese subido desde el infierno a darse un paseo por aquel lugar.
Los furgones de la policía llenos de detenidos, desconcertados los conductores por la estampida de los caballos del orden, salieron disparados a Carabanchel. Los manifestantes se ayudaron unos a otros a incorporarse. El Lobo, que es como se le reconoce a Rómulo desde aquel día, y que es otro de nuestros seres quemados por el sol, ayudó a levantarse a Elsa y Giral, y los llevó al restaurante de unos familiares suyos en la calle del Pez, El Bocho.
El Bocho era una casa de comidas que estaba en los alrededores del Teatro Alfil y la Universidad de San Bernardo. Tenía una pequeña barra donde lo primero que hacían sus dueños, una familia asturiana, era, al tú llegar, ponerte una tacita de caldo, que te servían de un caldero siempre en llamas que estaba a la vista, en frente de la barra, mientras esperabas turno para la mesa. Con el caldo te tomabas un Debo 13 Cántaros a Nicolás.
Cuando Elsa, Giral y El Lobo entraron en El Bocho, desde el fondo del comedor los divisaron unos manifestantes que se les habían adelantado, se pusieron en pie y le empezaron a aullar al Lobo, en señal de agradecimiento y respeto. Rómulo, ya no se pudo quitar ese nombre de encima. Hasta que murió, calcinado por el sol, fue llamado El Lobo.
El Lobo, con la primera botella de Debo 13 Cántaros a Nicolás, mientras esperaban el pisto manchego con huevos fritos incluidos y los chipirones en su tinta con arroz banco, comenzó a hablar de su vida. Era hijo de padre asturiano y madre inglesa. Su padre fue miembro de la CNT-FAI y destacado luchador en la Comuna de Asturias del 34, y luego en la Guerra Civil. Al acabar la guerra, su madre regresó a Inglaterra, su padre siguió luchando en el maquis, donde estuvo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, esperando a que venciese el bando aliado y que luego derrocase a la dictadura Franquista. Su mujer había caído enferma y él va a dar con ella confiado en que los aliados terminen con Franco. Cuando ella se restablece, casi por milagro, queda embarazada de Rómulo. Rómulo aprende al mismo tiempo inglés y español. Tiene desde niño mucha habilidad para los estudios, la esgrima y la equitación. A partir de los diez años empieza a visitar todos los veranos, durante el tiempo de sus vacaciones escolares, a sus abuelos paternos, que viven en el campo. En el primer año descubre, por casualidad, una madriguera de lobos casi recién nacidos que van a morir, porque a su madre la acaban de matar unos cazadores furtivos. Rómulo dedica todos los días de sus vacaciones a llevarle comida a los lobeznos. Pasó a convertirse en su madre. Cuando Rómulo tuvo que regresar a Inglaterra, los lobos, ahora sus hermanos, ya se podían alimentar por sí mismos. Los veranos siguientes, cada vez que Rómulo regresaba a la casa de sus abuelos, los lobos se acercaban a la casa a recibirlo y verlo a diario. Una vez acabado el bachiller, quiso ir a estudiar económicas en Madrid. Veinte años después de su victoria, el franquismo seguía fusilando a opositores, - el fusilamiento de Julián Grimau había sido muy reciente-, y él, en Madrid, quería seguir contribuyendo a la causa de su padre, y al mismo tiempo tener a los lobos, sus hermanos, más cerca. Iban por la tercera botella de Debo 13 Cántaros a Nicolás, en aquella casa de comidas con manteles a cuadros rojos y negros. Rebañaban el segundo plato. El Lobo rellenó las copas de vino y dijo: “Es la primera vez y última que hablo de mi vida”.
El Lobo también fue quemado por el sol, chocó frontalmente contra la burocracia de los dirigentes profesionales que a tantos rebeldes idealistas calcinó. Pero aun así, acabó Económicas con las mejores notas de la promoción. Se lo disputaron los primeros bancos del país. En el banco empezó a vestirse como un dandy, ¡su sangre inglesa! Las primeras vacaciones que tuvo fue a casa de sus abuelos. Llevaba tiempo soñando con sus hermanos los lobos, ¡que también eran su sangre! ¡Mal presagio! Sus hermanos no le vinieron a recibir. Fue corriendo a buscarlos a su madriguera, pero tampoco estaban allí. Habló con sus abuelos del tema. Le comentaron que últimamente había más cazadores furtivos por aquella zona.
De regreso a Madrid, en su primer día de trabajo, fue vestido igual de elegante que entonces, pero maquillado como un lobo. Maquillarse de lobo le aliviaba su herida, como se la empezó a aliviar la heroína al desencantarse del sol. Abandonó su dandismo en el vestir para continuar pareciéndose cada vez más a sus hermanos. Llegó hasta a andar descalzo. Dejó de trabajar en el banco. El consumo de heroína era cada vez mayor, hasta que un día sus abuelos, en el último viaje que hizo a Asturias, se lo encontraron totalmente desnudo y muerto, por una furtiva sobredosis de caballo, en la madriguera donde se convirtió con diez años, durante tres meses, en la madre de sus hermanos, asesinados por manos furtivas.
Giral y Elsa, la chica que no le temía a los grises, no se conocieron en las aulas, en los pasillos, en la cafetería, en las asambleas de la facultad, lo hicieron bajo las patas de los caballos de la Brigada Antidisturbios. Seguían a Panero, que se alzó por sorpresa en cabecilla de aquella genial manifestación, al grito de : “No vayamos por aquí, vamos por allí”. Encaminando a sus compañeros a una calle sin salida, de la que no había escapatoria frente a la brutalidad de los grises. Ambos, tendidos en el suelo, juntos, muy juntos, casi pegados, como nunca lo estuvieron más, confundidos entre los adoquines de basalto, y aguantando porrazos de aquel número de la policía sobre caballo, que aunque con casco que le impedía configurar su rostro, si dejaba ver el sudor, los ojos vidriados de odio, y la cantidad de anfetaminas que le habían suministrado en el desayuno para combatir a aquellos que se estaban manifestando contra el inquebrantable orden de la ley; a aquellos visionarios y subversivos, hijos de papá, no como él, bien desertor del arado, o del seminario, o de las oposiciones, o de la delincuencia común, que un día el destino le calzó un traje gris de guardador y protector de tanta inmoralidad fascista.
Giral y Elsa recordaban sentir, que cuando iban a pie, camino de la facultad, al pasar por delante de aquellos robots montados a caballo, parecerles del tamaño de un edificio; ahora, desde el suelo, les daban la impresión de que eran rascacielos, donde desde la azotea les aporreaban con saña. Pensaron, a la par, que de allí no se iban a levantar con vida, cuando entró en escena un manifestante al que no habían podido abatir los porrazos ni el miedo a los caballos, Rómulo, - este había sido su nombre hasta ese día -, eréctil ante el caballo que mantenía pegados a los adoquines, a Elsa y Giral, y que se burlaba de los porrazos que aquel número de los grises le quería acertar. Rómulo miró al caballo con cara de lobo, y le empezó a aullar como tal. Aulló con tanto realismo, que aquel caballo, y los que estaban alrededor suyo, huyeron, con los policías encima, de manera que no los podían sujetar. Ocurría como si el mismo diablo hubiese subido desde el infierno a darse un paseo por aquel lugar.