Luis Martín Herrera

21 de abril de 2024 14:00 h

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He llegado este sábado a la isla y hoy me despierto con su adiós. Nada que objetar. Mi buen amigo se ha ido. Tan serio y tan respetuoso, tan sereno y tan lleno de fuerza como alcanzo a recordarlo. Luis Martín Herrera paseando por la larga avenida (siempre fue larga para nosotros). Luis discutiendo sin discutir, apasionado, caliente con algún tema que servía para pararnos un momento, tan sólo unos pocos minutos para acabar de señalar el último desastre de este país nuestro que nos dolía a partes iguales. Sin aspavientos, sin rencores, con el lenguaje de la vieja guardia a la que pertenecíamos. Luis sonriendo ante mis comentarios maliciosos. Luis apretándome los codos para retenerme suavemente y dejar caer una última observación antes de separarnos. Luis que me hizo socia de la Real Sociedad Española de Amigos del País (¡Nombre tan rimbombante para un hombre tan humilde y tan cabal!) del que fue presidente durante diez largos años porque creía que aún nos quedaba tiempo para enderezar algo el pensamiento liberal y progresista que andábamos buscando. Luis que era algo así como un hermano mayor para todos nosotros. Luis, ingeniero de obras según nuestro código bromista por encontrarlo vigilando y estudiando a conciencia los desastres urbanos que nos imposibilitaban para caminar por las calles de nuestra amada ciudad, área en la que encontraba socios ambulantes recién infartados, jubilados, solitarios caminantes por la larga avenida con sus prismas y sus olas cada vez más lejanas. Luis, principio y fin de navegantes que soñaban con recalar algún día en una isla llena de concordia. 

No puedo dejar de verlo y ahora salgo y me lo encuentro o no me lo encuentro, pero sé que está en algún punto de cualquier calle nuestra y hay algo que me hace daño aquí dentro y entonces recuerdo que hace unos años escribí un artículo para hablar de determinados seres especiales que deambulaban por nuestra ciudad. Había un sacerdote, un funcionario y un caminante. Los tres tenían en común la generosidad, la alegría y el conocimiento. El caminante, como no podía ser de otra manera, era Luis.

“Y todo lo entregaban a partes iguales. No hay que pagar entrada para escucharlos, para aprender con ellos, para quererlos. Y así vivo rodeada de seres maravillosos que me dan el aliento que necesito algunas veces para seguir de pie sin perder la fe en la humanidad... El caminante, como buen filósofo, se llama Luis Martín. Mis recuerdos, mis imágenes, son siempre parecidas: encontrarlo, pararme y hablar sobre el mundo, sobre la vida política, sobre el derrumbamiento y la reconstrucción del universo. Nuestro pequeño planeta (unas pocas calles, dos plazas y un muelle) son como el mapa de un estratega que se sienta a contemplar los movimientos de unos y de otros. Cómo avanzan, cómo retroceden, qué colina conquistamos, qué playa, que muros levantamos, qué muros habría que derribar. Luis camina y observa. Mira el mar y sabe. Entra por una calle, se para, te para, te sonríe y dice una frase, solo una frase, y tú ya sabes si el mundo va bien ese día o si va tan mal que hay que volver a casa y sentarse a leer algo que resuma la fatalidad de las cosas, la incertidumbre de los hombres, el malestar de las conciencias. Yo aguardo a Luis en alguna esquina de esta ciudad prodigiosa que el destino me ha dado por patria, y cuando él llega sé si debo retirarme a los campamentos de verano o debo cubrirme con mis mejores corazas porque la batalla está a punto de comenzar. Y si no hay asuntos serios que tratar ese día, se limita a apoyar una mano en tu hombro con una ligera presión y sonreír. Luego, se va”.

Así era y así seguirá en mi memoria. De ahí no podrá irse nunca.

Elsa López

21 de abril de 2024